No Pudo Resistirse a su Prima - Parte 3

 


La habitación, testigo mudo de su primer y cataclísmico encuentro, se convirtió en el escenario principal de una danza de dos días que trascendió toda noción de tiempo y moral. Los tres días que Nazarena tenía por delante antes de su vuelo a España, un vuelo que sabían sería el final absoluto de esto, de ellos, se convirtieron en una burbuja atemporal, un paréntesis ardiente y húmedo en sus vidas. La casa entera, no solo el dormitorio, quedó impregnada del eco de sus gemidos, del aroma de sus pieles sudorosas, de la huella de sus cuerpos entrelazados. 


La cocina, con sus superficies frías de acero y mármol, fue testigo de cómo Thiago la alzaba y sentaba sobre la isla central, apartando tazones de fruta con el brazo para hacer espacio, hundiéndose en ella mientras ella se aferraba al borde del mármol, con los nudillos blancos, mirando cómo las cacerolas colgaban inmóviles sobre sus cabezas en un contraste surrealista con la ferocidad de sus movimientos. El comedor, con su mesa larga de roble macizo, sintió el peso de sus cuerpos, el crujir de la madera bajo sus caderas, el calor de sus alientos fusionándose sobre la fría superficie pulida donde, horas antes, quizás habían compartido un café. Hasta el baño, con sus azulejos blancos y el vapor empañando el espejo, fue escenario de encuentros acuáticos, de besos bajo la lluvia de la ducha, de manos que se enjabonaban con una lentitud deliberada y provocativa, explorando cada centímetro como si fuera la primera y última vez. 


Eran conscientes, dolorosamente conscientes, del reloj invisible. Cada caricia, cada mirada, cada penetración estaba teñida de una urgencia desgarradora, de la amarga dulzura de lo efímero. Sabían que España no era solo un destino vacacional; era el océano que los separaría para siempre, el punto final en esta frase obscena y perfecta que estaban escribiendo juntos. Rosario, su ciudad, y Buenos Aires, la suya, se volverían universos paralelos que nunca más se tocarían. Esa certeza, en lugar de frenarlos, los impulsaba a vivir cada segundo con una intensidad abrasadora, a probar todo, a no dejar ningún deseo insatisfecho, ningún rincón del cuerpo del otro sin explorar. 


Thiago, en particular, estaba obsesionado con la idea de poseerla por completo, de probar cada versión de ella, de marcar cada centímetro de su piel joven con el recuerdo de su boca, de sus manos, de su sexo. La miraba con la avidez de un coleccionista que sabe que su obra más preciada está a punto de perderse, y esa desesperación por atesorarla se traducía en una lujuria insaciable, creativa y, a veces, casi devota. 


En una de esas noches, la última, estaban cenando. O más bien, simulaban cenar. La comida, una simple pasta que Thiago había preparado, estaba casi intacta en sus platos. Él estaba sentado al otro lado de la mesa, vestido solo con un bóxer negro holgado que no hacía nada para ocultar el bulto que ya ha comenzado a agitarse de nuevo con solo mirarla. Nazarena, en el lado opuesto, llevaba apenas una de sus camisas de lino blanco, abierta, dejando al descubierto un torso pálido y suave, y una tanga negra mínima que contrastaba brutalmente con la blancura de la tela y de su piel. La camisa le quedaba enorme, pero en lugar de ocultarla, la enmarcaba de una manera obscenamente sensual, dejando destellos de sus pechos pequeños, del ombligo, de la sombra de su vello púbico asomando por encima de la tanga. 


El aire estaba cargado de silencios elocuentes y miradas que destilaban deseo puro. Thiago tomó un sorbo de vino tinto, sus ojos fijos en ella sobre el borde de la copa. La luz tenue de la lámpara colgante bañaba la escena en una calidez íntima, acentuando las sombras bajo sus pómulos, la curva de su labio. 


—Nazarena —dijo su voz, rompiendo el hechizo silencioso, grave y casual, como si fuera a preguntar por la sal—. ¿Alguna vez has tenido sexo anal? 


La pregunta impactó en el aire tranquilo como una bala. Nazarena se quedó paralizada, el tenedor a medio camino entre el plato y su boca. Un rubor instantáneo y ardiente le subió desde el pecho hasta la raíz del cabello. Bajó el tenedor lentamente, trago saliva, sintiendo cómo su corazón comenzaba a acelerarse de nuevo. 


—No —logró decir, su voz un poco más aguda de lo normal—. Nunca. 


Thiago no apartó la mirada. Sus ojos oscuros eran pozos de curiosidad intensa y lujuria contenida. —¿Por qué no? 


Ella se encogió de hombros, sintiéndose expuesta, mucho más que por estar casi desnuda. Era una exposición íntima, de sus inseguridades, de sus miedos. —No sé… Nunca me animé. Me da… miedo. Duele, ¿no? 


Él esbozó una sonrisa pequeña, no burlona, sino comprensiva, pero con un destello de determinación en su profundidad. —Duele si se hace mal. Si se hace con paciencia, con cuidado… puede ser la cosa más increíble del mundo. —Hizo una pausa, dejando que sus palabras flotaran en el aire, cargadas de promesa—. A mí me encantaría ser el primero. El que te guíe. 


Nazarena lo miró. Miró sus manos grandes, que sabían ser tan firmes y tan delicadas a la vez. Miró sus ojos, que en ese momento no reflejaban solo deseo, sino una extraña ternura posesiva. Pensó en el dolor, en el miedo, en la taboo aún mayor que eso representaba. Pero por encima de todo, pensó en él. En su primo. En la confianza absoluta, aunque irracional, que había depositado en él durante estos dos días. Él la cuidaría. Él no le haría daño. No de verdad. Y la idea de entregarle eso, lo último "sano" que le quedaba, como él mismo había dicho en alguna ocasión anterior, la excitó hasta un punto que casi la mareó. 


"Qué estoy diciendo… Esto es una locura… Pero es él… Y solo quedan horas…" 


La duda se despejó como por arte de magia, barrida por una ola de puro, crudo deseo. Una seguridad nueva, nacida de la lujuria y de la desesperación por exprimir hasta la última gota de esta experiencia, se apoderó de ella. Levantó la barbilla, desafiante, y sus ojos oscuros encontraron los de él con una intensidad que hizo que Thiago contuviera el aliento. 


—Quiero que seas tú —dijo, y su voz sonó clara, firme, cargada de una sensualidad que no sabía que poseía—. Quiero que seas el que me quite la virginidad de mi culo. 


Las palabras, tan atrevidas, tan sucias, tan explícitas, resonaron en la habitación. A Nazarena le pareció que alguien más las había dicho, pero el rubor de satisfacción lasciva que sintió al ver cómo los ojos de Thiago se oscurecían de deseo instantáneo le confirmó que habían salido de su boca. Y le gustó. Le gustó el poder que tenían, la forma en que electrificaron el aire entre ellos. 


Thiago no necesitó más. Se puso de pie de un salto, tan rápido que la silla crujió protestando. Cruzó la distancia de la mesa en un instante y la tomó de la mano, tirando de ella para que se levantara. Su boca encontró la de ella con una intensidad devoradora, un beso que no era de exploración sino de afirmación, de celebración de un pacto obsceno que acababan de sellar. 


—Tú no te arrepentirás —murmuró contra sus labios, entre beso y beso—. Te lo juro. 


Sus manos ya estaban en movimiento, ansiosas, expertas. Le desabrochó los pocos botones que mantenían cerrada la camisa, empujando la tela sobre sus hombros hasta que cayó al suelo, formando un pool blanco a sus pies. Ella, por su parte, se encargó de su bóxer, metiendo las manos por la cintura elástica y empujándolo hacia abajo sobre sus fuertes muslos, liberando su erección, que ya estaba dura y palpitante, ansiosa por la nueva conquista. Ropa esparcida por el suelo, avanzaron hacia el dormitorio en una danza de bocas unidas y manos que se exploraban, que se reafirmaban, que se prometían lo que estaba por venir. 


Una vez en la habitación, en la cama que ya olía a ellos, a su historia reciente, Thiago la guio con suavidad pero con firmeza. La colocó de rodillas en el centro del colchón, con las caderas elevadas y la espalda arqueada, en la posición de cuatro. Nazarena sintió una oleada de vulnerabilidad tan extrema que casi la paralizó. Estaba completamente expuesta, abierta ante él de la manera más íntima y vergonzosa posible. El aire frío de la habitación tocó su piel de gallina, pero fue el calor de la mirada de Thiago, fija en su trasero, lo que la hizo estremecer. 


—Relájate, mi niña —susurró él, y su voz era una caricia baja y ronca que se deslizó por su espalda—. Confía en mí. 


Ella cerró los ojos, apretando las sábanas entre sus dedos. Sentía miedo, sí, un miedo agudo y punzante. Pero por encima del miedo, una excitación brutal, humedeciéndola, haciendo que temblara de necesidad. Un pensamiento cruzó su mente, claro y obsceno, y ese pensamiento, en lugar de aterrorizarla, avivó las llamas de su lujuria hasta un punto de no retorno. 


"Mi primo… Mi primo me va a romper el culo." 


La palabra "primo", el recordatorio del lazo de sangre, mezclado con la crudeza del acto que iban a cometer, creó un cóctel explosivo de taboo y deseo que la inundó por completo. Gimió, enterrando el rostro en el colchón, mientras sentía cómo las manos de Thiago se posaban en sus nalgas, acariciándolas, separándolas con una lentitud exquisita que era a la vez una tortura y una promesa. El final de esta etapa se acercaba, pero lo que estaba por comenzar prometía ser el clímax más intenso, la entrega más total, el adiós más memorable. 


Thiago no se apresuraba. Sabía que este era el último territorio por conquistar, la última frontera de su posesión, y la abordaba con una mezcla de reverencia y lujuria animal. Sus manos, esas manos grandes que conocían ya cada curva de su cuerpo, se posaron en sus nalgas con una firmeza que era a la vez calmante y excitante. Las acarició, sintiendo la tensión en los músculos, la piel de gallina. Sus pulgares se aproximaron al centro nervioso de todo, separando suavemente sus nalgas para exponerla por completo. Nazarena gimió, un sonido ahogado contra las sábanas, y enterró su rostro más profundamente en el colchón, como si al no verlo pudiera negar la intensidad brutal de la situación. 


—Shhh, mi primita —murmuró él, y su voz era tan baja y ronca que parecía vibrar a través del colchón—. Relájate. Respira. Solo para mí. 


Una de sus manos abandonó su nalga y ella escuchó el sonido tenue de un tapón que se abría. Un instante después, sintió algo frío y húmedo en su entrada más estrecha. Era lubricante. Él lo aplicaba con una delicadeza exquisita, usando sus dedos para masajear la zona, para prepararla, para distraerla. Sus yemas, callosas pero hábiles, dibujaban círculos pequeños y lentos, presionando levemente, insinuando la penetración que estaba por venir sin forzarla. Nazarena jadeó, sorprendida por la sensación. No era desagradable. Era… intensa. Una presión extraña, invasiva, pero el cuidado con el que lo hacía, las palabras susurradas de aliento calmaban sus nervios. 


—Thiago… —murmuró, su voz temblorosa. 


—Aquí estoy —respondió él, y su dedo índice presionó un poco más, introduciendo apenas la punta—. Solo siente. Déjame entrar. 


Ella sintió el estiramiento, una sensación de plenitud que nunca había experimentado allí. No era dolor, aún no, pero sí una extrañeza abrumadora, la certeza de que su cuerpo estaba siendo modificado, abierto para él. Él trabajó con paciencia, introduciendo su dedo un poco más, moviéndolo con una lentitud agonizante, permitiendo que sus músculos se adaptaran, que se relajaran alrededor de la intrusión. Luego, añadió un segundo dedo. Esta vez, el estiramiento fue más notable, una punzada de dolor agudo que le arrancó un gemido. 


—¡Ay! —gritó, y sus manos se aferraron con fuerza a las sábanas. 


—Lo sé, lo sé —murmuró él, deteniéndose, permitiendo que el dolor inicial se disipara—. Pero mira cómo respondes… Mira cómo me quieres dentro, incluso aquí. 


Y era verdad. A pesar del dolor, la humedad entre sus piernas era abundante, traicionera. Su cuerpo, confundido y excitado, respondía a la estimulación, al taboo, a la dominancia cuidadosa de él. Thiago movió sus dedos con suavidad, preparando el camino. Nazarena gimió de nuevo, pero este sonido ya no era solo de dolor; había una nota de placer en él, un reconocimiento de que la sensación se transformaba, se mezclaba con una excitación profunda y perversa. 


—¿Estás lista para mí? —preguntó, y su voz sonaba tensa, cargada de una necesidad ferozmente contenida. 


Ella, con el rostro aún enterrado, asintió con la cabeza. No podía hablar. El nudo de emociones en su garganta era demasiado grande. 


Thiago retiró sus dedos lentamente, y la sensación de vacío que dejaron fue tan abrupta que ella gimió de protesta. Pero no duró. Escuchó que se repositionaba detrás de ella, el crujir de sus rodillas en el colchón. Luego, sintió algo mucho más grande, mucho más sólido y caliente, presionando contra su entrada. La cabeza de su pene, ya lubricada, era una presencia intimidante, un desafío a la anatomía misma. 


—Respira, Nazarena —ordenó suavemente—. Y cuando exhales, relájate. Déjame entrar. 


Ella obedeció, tomando una bocanada de aire profunda. Al exhalar, intentó conscientemente relajar los músculos tensos de su espalda, de sus nalgas, de ese mismo lugar que se preparaba para recibirlo. Thiago empujó. Suavemente, con una presión constante e imparable. 


El dolor fue instantáneo y cegador. Un dolor agudo, desgarrador, como si su cuerpo se partiese en dos. Un grito desgarrado, primal, escapó de sus labios. 


—¡Para! ¡Duele! ¡Thiago, duele mucho! —suplicó, y las lágrimas asomaron a sus ojos, calientes y avergonzadas. 


Él se detuvo de inmediato. No se retiró por completo, pero congeló su avance. Su mano vino a acariciar su espalda baja, en un gesto tranquilizador. 


—Shhh, ya pasó lo peor —murmuró, su voz cargada de una compasión que contrastaba con la crudeza del acto—. La cabeza ya está dentro. Lo más difícil ya pasó. Respira conmigo. 


Ella jadeó, luchando por controlar el dolor, por no dejarse vencer por él. Las lágrimas corrían por sus mejillas y manchaban las sábanas. Pero, efectivamente, el dolor punzante inicial comenzó a ceder, transformándose en una sensación de estiramiento intenso, de plenitud abrumadora. Él estaba dentro. Solo la punta, pero estaba dentro. 


—Dios mío… —sollozó, pero ya no era un grito de angustia, sino de asombro. 


—Eso es… así… mi valiente niña —la alentó él, y su voz temblaba ligeramente, del esfuerzo por contenerse, por no perderse en su propio deseo y lastimarla—. ¿Lo sientes? Eres tan estrecha… tan perfecta. 


Hizo un movimiento infinitesimal, una leve embestida de prueba. Nazarena contuvo el aliento, esperando el dolor, pero en su lugar, una nueva sensación, extraña y eléctrica, comenzó a emerger desde la profundidad. Era placer. Un placer retorcido, diferente a cualquier cosa que hubiera sentido antes, que se enredaba con el residuo del dolor y la sensación de estiramiento, creando un cóctel de sensaciones tan intenso que la mareaba. 


—Oh… —escapó de sus labios, un suspiro tembloroso. 


—¿Va mejor? —preguntó Thiago, y ella pudo oír la sonrisa en su voz. 


Ella asintió de nuevo, incapaz de articular palabras. Él empujó un poco más, otro centímetro, y esta vez el gemido que ella emitió fue claramente de placer. El dolor se había diluido, transformado en una sensación de plenitud extrema, de posesión total. Cada milímetro que avanzaba era una conquista, una fusión más profunda. Thiago, al sentir su relajación, al oír sus gemidos cambiantes, perdió parte de su restricción. 


Comenzó a moverse. Muy lentamente al principio, embestidas cortas y controladas que le permitían a ella acostumbrarse al ritmo, a la sensación de tenerlo allí, en un lugar tan íntimo y prohibido. Sus manos agarraban sus caderas con fuerza, no con brutalidad, sino con una firmeza que la anclaba, que la hacía sentir segura incluso en medio de la tormenta de sensaciones. 


—Joder, Nazarena… —gruñó él, su respiración agitada—. Esto es… no tienes idea… como me aprietas… 


Ella lo sentía. Lo sentía todo. La textura de su piel, el latido frenético de su pene dentro de ella, la manera en que cada embestida parecía rozar algo profundo en su interior, enviando ondas de placer que se irradiaban hasta la punta de sus dedos. El dolor era un lejano recuerdo, reemplazado por una fogosidad creciente, una necesidad de más. 


—Más… —logró gemir, sorprendiéndose a sí misma—. Thiago, por favor… más fuerte. 


La invitación, hecha con una voz quebrada por el placer, fue su perdición. Thiago soltó un gruñido animal y aumentó el ritmo. Sus embestidas se volvieron más largas, más profundas, más enérgicas. Ya no era una penetración cuidadosa; era un acto de posesión salvaje, un reclamando de ese último territorio. El sonido de sus pieles chocando se mezclaba con sus jadeos y gemidos, llenando la habitación con una sinfonía obscena. 


Nazarena se abandonó por completo. Dejó de pensar, dejó de analizar. Solo sintió. El placer, ahora puro y sin adulterar, la inundaba. Cada empuje de sus caderas contra su trasero era una descarga eléctrica. Se encontró moviéndose con él, empujando hacia atrás para encontrarse con sus embestidas, buscando esa fricción, esa profundidad que la volvía loca. 


—¿Te gusta? —rugió él, sudoroso, poseído por una lujuria feroz—. ¿Te gusta que tu primo te folle el culo? ¿Que sea el primero y el último en tenerte aquí? 


—¡Sí! —gritó ella, sin vergüenza, sin filtros—. ¡Sí, Thiago! ¡Solo tú! ¡Solo tú! 


La crudeza de sus palabras, el reconocimiento de su relación, avivó el fuego hasta el paroxismo. Thiago se inclinó sobre su espalda, cubriéndola con su cuerpo, sin dejar de moverse dentro de ella. Su boca encontró su hombro y mordió suavemente, marcándola. Una de sus manos se deslizó por su vientre hasta encontrar su clítoris hinchado y palpitante, y comenzó a frotarlo en círculos rápidos y expertos. 


La sobrestimulación fue demasiado. Nazarena sintió que el orgasmo se acercaba, no como una ola, sino como un tsunami que lo arrasaría todo. Gritó su nombre, una y otra vez, mientras su cuerpo se convulsionaba alrededor del suyo, apretándolo con una fuerza imposible en un espasmo interminable de éxtasis anal. 


Thiago, al sentir cómo se apretaba alrededor de él de manera tan violenta y perfecta, no pudo aguantar más. Con un rugido que era la liberación de toda la pasión, la desesperación y la posesión de los últimos días, se hundió hasta el fondo y explotó. Jet tras jet de semen caliente llenó su interior, una posesión final, un marcaje íntimo y brutal. Su cuerpo se desplomó sobre el de ella, exhausto, jadeando como si le hubieran negado el aire durante una vida. 


Quedaron así, aplastados uno contra el otro, sus cuerpos pegados por el sudor, sus respiraciones entrecortadas sincronizándose poco a poco. El dolor regresó entonces, un dolor sordo y profundo, pero era un recordatorio insignificante comparado con la magnitud de lo que acababan de compartir. Nazarena lo sentía aún dentro de ella, palpitando suavemente, y supo, con una certeza absoluta que le traspasó el alma, que nunca, en toda su vida, olvidaría este momento. Nunca olvidaría la sensación, el dolor transformado en placer, la entrega, el sabor a despedida que impregnaba cada segundo. 


Thiago se retiró suavemente y rodó a su lado, llevándola consigo para abrazarla por detrás, encajando sus cuerpos como piezas de un puzzle condenado. No dijeron nada. No hacía falta. El silencio estaba cargado de la verdad ineludible: el amanecer traería el final. El taxi, el aeropuerto, el avión a España. El adiós para siempre. Y en ese silencio, jadeantes y entrelazados en la cama que había sido testigo de su pecado perfecto, solo quedaba el eco de su respiración y la sombra alargada de la mañana que se acercaba, implacable. 


Continuara...

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