Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 2

 


Cuando la segunda Orgasmo llegó, Andreita ya no pudo fingir que no lo estaba disfrutando. Este fue diferente - más profundo, más insidioso, como si el placer se filtrara por cada poro de su piel. Ramiro había cambiado de técnica, usando ahora toda la palma de su mano para frotar su sexo hinchado mientras con la otra mano le pellizcaba los pezones con precisión cruel. "Dios mío, mis seguidores... si vieran esto..." El pensamiento se quebró cuando un nuevo chorro de líquido brotó de ella, empapando los dedos de Ramiro y el colchón debajo. La vergüenza se mezcló con una curiosidad perversa - ¿cómo era posible que su cuerpo supiera estos trucos que su mente jamás había imaginado? Ramiro no dejó que lo olvidara: — Mirá cómo chorrea la nenita de ciudad. ¿Cuántos followers te pagan por esto?" 

Para el tercero Orgasmo, Andreita ya no luchaba. Su cuerpo, exhausto pero hipersensible, respondía al más mínimo contacto. Ramiro lo sabía - jugaba con ella como un gato con un ratón, alternando entre caricias suaves que la hacían retorcerse de necesidad y pellizcos dolorosos que la devolvían a la realidad. Este orgasmo no fue explosivo sino prolongado, una serie interminable de pequeñas convulsiones que la dejaron jadeando como un animal. "¿Quién soy ahora?" se preguntó, mirando su reflejo en el espejo de campaña - labios hinchados, ojos vidriosos, piel brillante de sudor. Ya no era Andreita la influencer, sino simplemente un cuerpo que respondía a estímulos primarios. Ramiro aprovechó el momento para introducir dos dedos en su boca, obligándola a saborear su propia esencia. — Saborea el gusto de tu concha, putita. Vas a conocerlo bien. 

El cuarto Orgasmo fue el más cruel de todos. Ramiro se detuvo justo en el borde, una y otra vez, dejándola suspendida en un limbo de necesidad insatisfecha. Cuando finalmente la dejó caer, el orgasmo fue tan intenso que Andreita gritó como nunca antes, su voz ronca de tanto suplicar. Las lágrimas corrían libremente por su cara, pero ya no eran solo de angustia - había algo más, algo que la asustaba aún más que la violencia inicial. "Esto está mal... pero por qué se siente tan...?" Ramiro parecía leerle el pensamiento. Con un movimiento brusco, la puso de rodillas frente a él, donde su erección imponente esperaba. — Quinto round tiene un precio, nena —, dijo, pasando el glande por sus labios hinchados sin dejarla tomar. —Pedimelo bien. Pedime que te rompa conchita como te gusta. 

Andreita sintió las palabras formándose en su boca antes de que su mente pudiera detenerlas. —Por... por favor...— jadeó, su aliento caliente en la piel de Ramiro. —Necesito que... que me penetres. Por favor, Ramiro. Te lo suplico. — La humillación de decirlo fue casi tan intensa como lo que vendra. 

El cuerpo de Ramiro, cincuentón y curtido por años bajo el sol mendocino, se curvaba sobre la figura delicada de Andreita como un árbol viejo inclinándose sobre una flor silvestre. Sus manos, marcadas por cicatrices y venas prominentes, sostenían sus caderas con una fuerza que dejaría moretones al día siguiente, mientras su abdomen flácido se pegaba contra las nalgas perfectamente redondas de la joven. El contraste era obsceno, casi grotesco en su crudeza: la piel bronceada y arrugada del hombre rozando la tersura lechosa de la adolescente, los músculos flácidos de sus brazos temblando levemente al sostener las muñecas atadas de Andreita contra la espalda, como si quisiera asegurarse de que ningún pedazo de ella escapara a su dominio.  

— Mirá cómo entro en vos, putita — gruñó Ramiro, obligándola a alzar la cabeza hacia el espejo de campaña que colgaba de la lona.  

Andreita vio el reflejo distorsionado por las lágrimas: sus ojos verdes inyectados en sangre, sus labios hinchados por los besos forzados, sus pechos pequeños sacudiéndose con cada embestida brutal. Y entre sus piernas, el miembro grueso y venoso de Ramiro apareciendo y desapareciendo en su sexo, tan rosado y joven que parecía que iba a desgarrarlo en cada movimiento.  

"Dios mío, qué estamos haciendo..." pensó, pero su cuerpo traicionero respondió con una contracción involuntaria que le arrancó un gemido a Ramiro.  

El líder del campamento no era delicado. No había caricias románticas ni susurros de amor, solo el sonido húmedo de piel contra piel, los gruñidos animales de un hombre que llevaba demasiado tiempo sin una mujer y los gritos entrecortados de Andreita, que ya no sabía si eran de dolor o de un placer tan intenso que rozaba la agonía.  

— ¿Te gusta, nena? ¿Te gusta que un viejo te rompa así? — preguntó Ramiro, clavándose hasta el fondo y haciendo que Andreita arqueara la espalda.  

La respuesta le salió antes de que pudiera detenerse.  

— ¡Sí! ¡Sí, por favor! — suplicó, sorprendida por su propia voz, ronca y necesitada.  

Ramio se rió, un sonido triunfal, antes de cambiar el ángulo, levantándola por las caderas hasta sentarla en su regazo, su miembro ahora alcanzando profundidades que hicieron que Andreita viera estrellas.  

— Entonces movete, puta — ordenó, soltando sus muñecas atadas solo para agarrarle los pechos con manos ásperas —. Mostrame para qué servís.  

Andreita obedeció, moviendo las caderas con una torpeza inicial que pronto se convirtió en ritmo. Cada movimiento hacia arriba le daba un respiro, cada caída la empalaba de nuevo, más profundo, más fuerte. Las cuerdas seguían atadas, cortando la circulación en sus muñecas, pero el dolor se mezclaba ahora con el placer hasta volverse indistinguible.  

"Esto está mal, esto está tan mal..." pensó, mientras su cuerpo respondía con una serie de espasmos que anunciaban otro orgasmo. "Pero nadie me ha hecho sentir así nunca..."  

Ramio parecía saberlo. Parecía conocer su cuerpo mejor que ella misma, porque justo cuando estaba al borde, detuvo sus movimientos, dejándola suspendida en la agonía de la necesidad insatisfecha.  

— No tan rápido — murmuró contra su cuello, mordiendo la piel sensible —. Los viejos sabemos hacer durar las cosas.  

Y así continuaron, en esa danza perversa entre la crueldad y el éxtasis, hasta que el alba comenzó a asomar por entre las lonas de la carpa.  

La jovencita sudaba y estaba exausta cuando Ramiro, con un gruñido gutural que salió desde lo más profundo de su ser, se clavó hasta el fondo por última vez. Sus dedos, como garras, se hundieron en las caderas de Andreita con una fuerza que prometía moretones, mientras su cuerpo se tensaba como un arco y su semilla caliente llenaba a la joven en pulsaciones poderosas que parecían no terminar nunca.  

Andreita no pudo evitar gritar, no solo por la sensación de ser llenada de esa manera tan primitiva, sino porque su propio cuerpo, contra toda lógica, respondió con un orgasmo más, un espasmo final que la dejó temblando como una hoja en el viento.  

— Mira lo que hiciste, putita — jadeó Ramiro, todavía dentro de ella, mientras le agarraba la barbilla para obligarla a mirar hacia abajo, donde su sexo hinchado y enrojecido goteaba con la prueba de lo que acababa de ocurrir —. Te corriste como una perra en celo. ¿Qué dirían tus seguidores si vieran esto?  

Las palabras eran duras, cortantes, diseñadas para humillarla, pero en ese momento, exhausta y con las muñecas aún atadas, Andreita apenas podía reaccionar. Su mente estaba nublada por una mezcla de vergüenza, confusión y un placer residual que no quería admitir.  

"¿Qué me está pasando?" pensó, mientras Ramiro finalmente se retiraba de ella con un sonido húmedo que la hizo estremecer.  

El líder del campamento se movió con lentitud, disfrutando cada segundo de su dominio, antes de agarrar un cuchillo que estaba cerca del colchón. Andreita contuvo el aliento por un instante, pero él solo lo usó para cortar las cuerdas que la mantenían atada, liberando sus muñecas marcadas y doloridas.  

— Te ganaste un lugar para dormir esta noche — dijo, pasando los dedos por su cabello castaño de forma burlona, como si acariciara a un animal doméstico después de un truco bien ejecutado —. Pero mañana... mañana tendrás que pagar de vuelta.  

Andreita no respondió. Se limitó a quedarse quieta, sintiendo cómo el cansancio y el dolor finalmente la vencían, mientras Ramiro se acomodaba a su lado, dejando claro que ese espacio era prestado, no regalado.  

Fuera de la carpa, los primeros rayos del sol comenzaban a filtrarse entre los árboles, pero Andreita ya había aprendido una lección crucial: en este campamento, la luz del día no traería consigo la salvación.  

Solo un respiro temporal antes de que el juego comenzara de nuevo.  


Continuara... 

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