Andreita: Crónicas de una Perra - Parte Final.
El sol ya estaba alto en el cielo cuando Ramiro pronunció aquellas palabras que sellarían el destino de Andreita. El aire olía a tierra mojada y a sexo animal, mezclado con el humo de los cigarrillos que los hombres fumaban mientras observaban, algunos todavía riéndose, otros con las manos en sus pantalones, ajustándose la incomodidad evidente. Andreita yacía en el suelo, jadeando, sus piernas temblorosas todavía abiertas, el cuerpo marcado por las garras de los perros, brillante de sudor y otras cosas que prefería no nombrar. Ramiro se paseó frente a ella, las botas embarradas haciendo ruido contra las piedras, su figura imponente proyectando una sombra que la cubría por completo.
—Desde hoy —anunció, con una voz que resonó en el silencio repentino del campamento—, Andreita es la perra del campamento. Ya no es mía solamente.
Las palabras cayeron como una sentencia. Andreita no se movió, pero algo dentro de ella se estremeció, no de miedo, sino de una extraña aceptación. Había pasado días siendo golpeada, violada, humillada de maneras que jamás hubiera imaginado posibles. Y sin embargo, en ese momento, sintió una paz perversa. Ya no tenía que luchar. Ya no tenía que decidir. Solo tenía que obedecer.
Casi al instante, como si hubieran estado esperando esa orden toda la vida, los hombres se miraron entre sí, y fue Héctor, el segundo al mando, quien dio el primer paso.
—Yo la probaré —dijo, escupiendo al suelo antes de avanzar hacia ella.
él era ancho, robusto, con una barriga que colgaba sobre el cinturón y brazos gruesos como troncos. Su piel estaba curtida por el sol, marcada con tatuajes borrosos de anclas y nombres de mujeres que seguramente ya ni recordaba. Andreita lo había visto antes, siempre riendo, siempre con una cerveza en la mano, pero ahora su expresión era diferente. Hambrienta.
Sin ceremonias, Héctor la agarró del brazo y la levantó como si pesara nada. Andreita no resistió. No había razón para hacerlo. Sus pies apenas rozaron el suelo mientras él la arrastraba hacia su carpa, una estructura más grande que las demás, con una cama improvisada en el centro y botellas vacías apiladas en un rincón. El olor adentro era fuerte—a tabaco, a alcohol, a hombre sudado—pero ella apenas lo notó.
Héctor la tiró sobre la cama, y antes de que pudiera siquiera pensar en acomodarse, ya estaba sobre ella, sus manos gruesas agarrando sus muslos para separarlos. No hubo besos, ni caricias, ni palabras dulces. Solo el sonido de su cinturón desabrochándose, el roce de la tela al caer, y luego el peso de él, aplastándola contra el colchón.
—Así me gusta —gruñó Héctor, sus labios rozando su oreja—. Quieta y sumisa.
Y entonces la penetró.
Era diferente a Ramiro. Más lento, pero más pesado, cada embestida un recordatorio de su fuerza bruta. Andreita cerró los ojos, pero no para escapar, sino para sentir mejor. Su cuerpo, tan usado ya, respondió de inmediato, humedeciéndose, ajustándose a él como si hubiera sido moldeado para esto.
—Sí… —susurró, sin siquiera darse cuenta de que lo había dicho en voz alta.
Héctor se detuvo por un segundo, sorprendido, y luego rió, un sonido ronco y satisfecho.
—A esta putita le encanta —dijo, no solo para ella, sino para los hombres que seguramente estaban afuera, escuchando—. Mira cómo se mueve.
Y era verdad. Andreita no podía evitarlo. Sus caderas se levantaban para encontrarse con las de él, sus uñas se clavaban en su espalda, sus gemidos llenaban la carpa. No era solo el placer físico, aunque eso era intenso. Era la entrega total, la libertad de no tener que pensar, de no tener que decidir.
Héctor no duró mucho. Con un gruñido final, se hundió en ella hasta el fondo, y Andreita sintió el calor inundándola. No se retiró de inmediato, sino que se quedó allí, encima de ella, su aliento caliente en su cuello.
—Buena perra —murmuró, antes de levantarse y ajustarse el pantalón.
Andreita se quedó tirada en la cama, las piernas todavía abiertas, mirando el techo de la carpa. Sabía que esto era solo el principio. Que habría más hombres, más carpas, más noches como esta.
Y lo más aterrador era que ya no le importaba.
Porque en algún lugar entre los latigazos, los perros, y ahora esto, había dejado de ser Andreita, la influencer, la joven de diecinueve años con sueños y ambiciones.
Ahora solo era la perra del campamento.
Y las perras no tienen sueños.
Solo obedecen.
El aire fresco de la tarde golpeó el cuerpo sudoroso de Andreita cuando salió de la carpa de Héctor, las piernas temblorosas, el sexo todavía palpitante y húmedo entre sus muslos. El sol, ahora inclinándose hacia el oeste, pintaba todo de un tono dorado que hacía brillar las gotas de sudor en su piel marcada. Pero no tuvo tiempo de recuperar el aliento.
Dos hombres ya la esperaban afuera, apoyados contra un árbol, sus miradas hambrientas recorriendo su cuerpo desnudo como si ya lo estuvieran desarmando por partes. Uno era alto, delgado, con el torso cubierto de tatuajes de motocicletas y calaveras. El otro, más bajo pero ancho de hombros, con una barba espesa y manos que parecían hechas para aplastar.
—Nuestra turno —dijo el más alto, lamiéndose los labios.
No hubo preámbulos. No los necesitaban.
El hombre barbudo la agarró de la cintura y la levantó como si fuera una muñeca, mientras el otro desabrochaba su pantalón con manos ansiosas. Andreita no protestó. Ni siquiera lo pensó. Cuando el primero la empujó contra el árbol, su espalda rozó la corteza áspera, pero el dolor se mezcló con el placer cuando el segundo hombre le agarró la cabeza y la obligó a arrodillarse.
—Abre esa boquita, perrita —ordenó el de los tatuajes, y ella obedeció, su boca aceptando el miembro duro y salado sin vacilar.
Fue una cacofonía de sensaciones. Mientras un hombre la penetraba por detrás, sus gruñidos roncos mezclándose con el sonido húmedo de sus cuerpos chocando, el otro empujaba más y más profundo en su garganta, sus manos enredadas en sus colitas de pelo. Andreita no podía respirar, no podía pensar, solo podía sentir. Y Dios, cómo sentía.
El hombre que la tomaba por atrás la agarraba de las caderas, sus dedos hundiéndose en su carne con cada embestida, mientras el otro le jalaba el pelo para controlar el ritmo de su boca.
—Mira cómo le encanta —gruñó el barbudo, observando cómo sus ojos se llenaban de lágrimas pero su cuerpo no dejaba de moverse.
Era verdad. Andreita nunca había sido tomada así, por dos hombres al mismo tiempo, y algo en la falta de control, en la sumisión total, la hizo llegar al orgasmo con una intensidad que la dejó temblando. Sus gemidos, ahogados por la polla en su boca, vibraron alrededor de la carne que la silenciaba, y eso solo excitó más a los hombres.
No tardaron en terminar. Primero el de atrás, con un rugido gutural mientras la llenaba, seguido por el otro, que le reventó en la garganta sin darle opción de tragar o escupir.
Cuando finalmente la soltaron, Andreita cayó al suelo, jadeando, su cuerpo cubierto de sudor, semen y saliva.
—Buena perra —dijo uno, ajustándose el pantalón antes de alejarse.
Así comenzaron las dos semanas siguientes.
Día tras día, carpa tras carpa.
A veces era un hombre. A veces dos. A veces más.
Aprendió rápidamente que cada uno tenía sus preferencias. Algunos la querían sumisa, quieta, como un muñeco al que usar. Otros preferían que luchara, aunque fuera un poco, solo para sentir que la dominaban. Y otros, los más peligrosos, los que le brillaban los ojos con algo más oscuro, disfrutaban de su dolor tanto como de su placer.
Pero por las noches, cuando los hombres se cansaban de ella, encontraba consuelo en un lugar inesperado: los perros.
Los mismos animales que la habían violado aquella mañana ahora eran sus compañeros. Se acurrucaba entre ellos, sintiendo el calor de sus cuerpos peludos contra su piel desnuda. A veces, cuando el frío de la noche se hacía demasiado, uno de los machos la montaba de nuevo, y ella, en lugar de resistirse, se arqueaba contra ellos, disfrutando de la manera en que la llenaban sin pedir nada a cambio.
Eran simples. Eran honestos.
Y, en su propia manera retorcida, la hacían sentir amada.
Así pasaron los días.
Andreita, la influencer, la joven que alguna vez soñó con fama y fortuna, ya no existía.
En su lugar estaba esto.
Una perra.
Una puta.
Feliz, por primera vez en
La Llegada de las Nuevas Presas — El bosque había cambiado en esas tres semanas. Los árboles, testigos mudos de la transformación de Andreita, ahora se mecían con un viento cargado de nuevos olores: miedo fresco, perfume urbano que aún no se disipaba, y ese aroma metálico de la adrenalina que precede al terror. Las cinco chicas habían llegado en una camioneta destartalada, sus risas nerviosas llenando el aire mientras bajaban con mochilas coloridas y sonrisas brillantes, completamente ajenas al infierno que las esperaba.
Andreita las vio primero mientras venían caminando, la misma caminata que hizo ella antes de llegar al campamento. Estaba en cuatro patas cerca del fogón, el collar de perro apretando su garganta, su cuerpo desnudo y marcado por semanas de uso. Las nuevas chicas se detuvieron en seco, sus sonrisas congelándose. Una de ellas, una rubia delgada con coletas, dejó caer su botella de agua.
—¿Qué... qué es esto? —preguntó, su voz temblorosa.
No hubo respuesta. Solo el sonido de botas acercándose por todos lados.
Los hombres del campamento emergieron de entre los árboles y las carpas como lobos olfateando sangre fresca. Ramiro fue el primero en actuar, agarrándola a ella, la más bonita del grupo, una morena de curvas generosas y labios pintados de rojo.
—Esta es mía —declaró, arrastrándola hacia su carpa mientras ella pataleaba.
Las otras no tuvieron tanta suerte.
El caos estalló en segundos. Los hombres, excitados por la novedad, se abalanzaron sobre las cuatro restantes como animales. La rubia de las coletas gritó cuando tres pares de manos la agarraron al mismo tiempo, desgarrando su blusa de encaje.
—¡No! ¡Por favor! —suplicó, pero sus palabras fueron ahogadas por una boca masculina que se aplastó contra la suya.
A su lado, una pelirroja alta forcejeaba contra dos hombres que ya le habían bajado los jeans, revelando un tanga rojo que alguien rompió con los dientes.
—¡Quietita, putita! —gruñó uno de ellos, dándole una bofetada que la dejó aturdida lo suficiente para voltearla y empujarla contra el suelo.
La penetración fue brutal, sin preparación, sin lubricación más allá de sus propias lágrimas. El hombre no esperó a que dejara de retorcerse antes de enterrarse en ella, sus gruñidos mezclándose con sus gritos.
La tercera, una asiática de pelo corto, intentó correr. No llegó lejos. Uno de los cazadores, experto en perseguir presas, la atrapó por el pelo y la arrastró de vuelta.
—Las perras no huyen —le escupió en la cara antes de obligarla a arrodillarse.
El cuarto hombre ya estaba desabrochándose el cinturón.
Mientras tanto, en la carpa de Ramiro, la escena era distinta pero igual de violenta. La morena luchaba con todas sus fuerzas, arañando el rostro de Ramiro hasta sacarle sangre.
—¡Hijo de puta! ¡Suéltenme!
Ramiro se limpió la sangre con el dorso de la mano y sonrió.
—Buena lucha —admitió—. Pero inútil.
Con un movimiento rápido, le dio un puñetazo en el estómago que la dejó sin aire. Mientras ella se retorcía, jadeando, él aprovechó para atarle las muñecas a los postes de la cama.
—Andreita —llamó sin levantar la voz.
Andreita, que había estado observando todo desde la entrada de la carpa, entró arrastrándose.
—Sujétale las piernas —ordenó Ramiro.
Ella obedeció sin dudar, agarrándole los muslos a la nueva chica y separándolos, exponiéndola completamente.
—¡No! ¡Por favor! —la morena lloró, pero Ramiro ya estaba encima de ella, su erección brutalmente visible.
La penetración fue lenta, deliberadamente dolorosa. Ramiro disfrutaba de su resistencia, de la manera en que su cuerpo virgen se tensaba alrededor de él.
—Relájate —murmuró—. Duele menos.
Era mentira. Y por la forma en que gritó cuando él se hundió hasta el fondo, lo supo.
Afuera, el campamento se había convertido en un infierno de gemidos forzados y risas crueles. La rubia ya estaba siendo penetrada por un tercer hombre, su cuerpo cubierto de moretones y saliva. La pelirroja yacía inconsciente, pero eso no detuvo al cuarto tipo que se turnaba con ella.
La asiática, la que había intentado escapar, era la única que todavía luchaba. Hasta que uno de los hombres agarró un cuchillo de caza y se lo puso en la garganta.
—Muévete otra vez y te degüello —prometió.
Ella se quedó quieta.
Cuando Ramiro finalmente terminó con la morena, salió de la carpa para observar el espectáculo. Andreita lo siguió, arrastrándose a sus pies.
—Bienvenidas al campamento —murmuró Ramiro, encendiendo un cigarrillo mientras observaba cómo rompían a las nuevas.
Andreita no dijo nada. Pero por primera vez en semanas, no se sintió sola.
Ahora había otras.
Otras que aprenderían, como ella, que en este lugar solo había una regla: Obedecer.
El regreso: El último día en el bosque no fue diferente a los demás. Andreita despertó con el amanecer, el cuerpo marcado por semanas de uso, la piel bronceada y surcada de cicatrices que contarían su historia mejor que cualquier palabra. Los hombres ya no la miraban con el mismo hambre de antes—ahora tenían otras, más nuevas, más frescas, que aún lloraban y forcejeaban, que aún conservaban ese brillo de terror que a ellos tanto les excitaba. Ella, en cambio, se había convertido en una presencia familiar, casi invisible. Obediente. Sumisa. Rota.
Ramiro fue quien se acercó a ella esa mañana, las botas embarradas pisando fuerte contra la tierra seca. No llevaba la cadena, ni el látigo, ni ninguna de las herramientas que solía usar para recordarle su lugar.
—Tu tiempo aquí terminó —dijo, sin preámbulos, como si estuviera anunciando el clima—. Uno de los muchachos te acompañara a tu auto.
Andreita lo miró, esperando la trampa, el golpe, la última humillación. Pero no hubo nada. Solo el silencio incómodo de un hombre que ya no la necesitaba.
El viaje de regreso a la ciudad fue un borrón. Las calles asfaltadas, los edificios altos, la gente apresurada mirando sus celulares… todo le parecía ajeno, como si hubiera vuelto a un mundo que ya no era el suyo. Su departamento, pequeño y ordenado, olía a polvo y a abandono. Las plantas que había dejado estaban muertas. La nevera, vacía.
Y el silencio.
Dios, el silencio.
En el bosque, siempre había ruido: hombres riendo, perros ladrando, el crujir de las ramas bajo los pies de alguien que venía a usarla. Pero aquí, en esta jaula de cemento, solo había un vacío que resonaba en sus huesos.
Los primeros días fueron los peores. Se duchaba tres, cuatro veces al día, frotándose la piel hasta que ardía, como si pudiera lavar algo más que la suciedad superficial. Pero las marcas seguían allí. Y los recuerdos también.
Fue en la segunda semana, mientras miraba distraídamente sus redes sociales—las mismas que Ramiro había usado para atraer a otras—, que algo hizo clic en su mente. Las fotos de antes, las de la influencer sonriente con vestidos blancos y paisajes perfectos, ya no le provocaban nada. Pero había otra cosa… Los perros.
Los mismos que la habían marcado, que la habían hecho sentir viva de una manera que ningún humano podría.
Al día siguiente, fue al refugio de animales más grande de la ciudad. No buscaba un perrito faldero, ni una mascota para pasear por el parque. Quería fuerza. Instinto. Verdad.
Los eligió con cuidado: cuatro mastines jóvenes, enormes, de músculos tensos y ojos que brillaban con inteligencia salvaje. El empleado del refugio dudó al verla—una chica menuda llevándose a esas bestias—pero el dinero calló sus preguntas.
—Van a necesitar mucho ejercicio —advirtió, pasándole las correas.
Andreita solo sonrió.
Las redes sociales fueron su salvación. Las fotos de ella con los perros—jugando, corriendo, abrazada a ellos como si fueran sus guardianes—se volvieron virales en días. "La chica de los mastines", la llamaban. "La influencer que renunció a todo por sus perros". Los seguidores llegaban por miles, fascinados por esa mujer enigmática que sonreía con los labios pero cuyos ojos guardaban un secreto que nadie podía descifrar.
Pero la noche era distinta.
Cuando el último like había sido dado, cuando las cámaras se apagaban y las puertas se cerraban, Andreita se arrodillaba en el suelo de su habitación, las persianas bajadas, el collar de perro—el mismo que Ramiro le había puesto—apretándose alrededor de su cuello.
Y entonces, ellos venían.
Los perros no necesitaban órdenes. Olfateaban su sumisión, el calor que emanaba de entre sus piernas, el olor a disponibilidad. El primero en acercarse era siempre el más grande, un mastín negro llamado Khan, cuyo aliento caliente recorría su espalda antes de que las patas delanteras se apoyaran en sus hombros, empujándola hacia el suelo.
No había vergüenza. No había resistencia.
Solo placer.
La penetración canina era diferente a todo lo que había experimentado con los hombres. Más primitiva. Más real. Los perros no fingían, no jugaban, no mentían. Tomaban lo que querían, y ella se entregaba, sintiendo cada embestida como un recordatorio de lo que realmente era:
Una perra.
Su perra.
Cuando terminaban, exhaustos, ella se acurrucaba entre ellos, su cuerpo dolorido pero satisfecho, su mente en paz por primera vez desde que había dejado el bosque.
Y así, entre luces y sombras, entre el personaje público y la verdad que solo sus perros conocían, Andreita encontró su equilibrio.
Ya no era la influencer.
Ya no era la prisionera.
Era algo mejor.
Era libre.
Y al mismo tiempo, para siempre, una perra.
[FIN]


Comentarios
Publicar un comentario