No Pudo Resistirse a su Prima - Parte 1

 


El sol primaveral de Buenos Aires acariciaba con suavidad la nuca de Nazarena Silvera mientras caminaba por la acera, arrastrando su maleta de ruedas que traqueteaba con un sonido cansino sobre las baldosas irregulares. El aire olía a flor de jacarandá, a asfalto caliente y a la promesa húmeda del río cercano, una mezcla única de la capital que le resultaba tan ajena como fascinante. Rosario, su ciudad, tenía otro aroma, otro ritmo. Aquí todo era más frenético, más denso. 


—Que mala suerte perder el vuelo —murmuró para sus adentros, ajustando el agarre de su bolso pequeño. El gesto era de frustración, pero sus ojos oscuros, grandes y profundos, capturaban cada detalle del paisaje urbano con una curiosidad innata. Su cabello liso y oscuro, como una cascada de azabache, caía libre sobre su espalda, moviéndose con un ritmo seductor con cada paso que daba. La blusa oscura de manga larga, a pesar de la estación primaveral, era de una tela ligera que se pegaba a su torso delgado en los momentos de brisa, delineando la elegante fineza de su silueta. La falda corta de vuelo negro jugueteaba alrededor de sus muslos, desafiando la gravedad y el decoro con un susurro de tela, mientras sus zapatillas blancas parecían manchas de pureza en el gris de la vereda. 


Llegó frente al edificio, una construcción sólida y con carácter de la zona de Palermo, con su fachada de piedra y hierro forjado. Y allí, recortado contra la puerta de madera tallada, estaba él. Thiago Silvera. Su primo. Un fantasma de su infancia que ahora habitaba un cuerpo de hombre. 


Thiago se apoyaba con una despreocupación estudiada en el marco de la puerta, las manos hundidas en los bolsillos de unos jeans oscuros que se ajustaban a unas piernas largas y fuertes. Llevaba una camisa de lino blanco, abierta en el cuello y con las mangas enrolladas hasta los antebrazos, revelando una musculatura definida y la sugerencia de venas bajo la piel bronceada. Su rostro, maduro y con la sombra de una barba de varios días que acentuaba una mandíbula cuadrada y firme, era una versión masculina, más tosca y experimentada, de los mismos rasgos finos que ella poseía. Sus ojos, del mismo color oscuro que los de Nazarena, pero con arrugas de expresión en las comisuras que hablaban de más años y, quizás, de más sonrisas, la observaban con una intensidad calmada que le hizo sentir un calor súbito en el vientre. 


—Nazarena —dijo su voz, más grave de lo que ella recordaba, con una vibración que parecía resonar en el suelo bajo sus pies—. Diez años. Casi no te reconozco. 


Ella se detuvo frente a él, alzando la mirada para encontrarse con la suya. Una sonrisa tímida, casi nerviosa, se dibujó en sus labios. 


—Thiago. Hace mucho, sí. Casi una vida. 


—Una vida en efecto —asintió él, y su boca esbozó una media sonrisa que iluminó sus facciones de una manera peligrosamente atractiva—. Me enteré por tu mamá del desastre con el vuelo. Lástima lo de España. 


—Sí, un desastre —confirmó ella, sintiendo cómo su pulso se aceleraba bajo la mirada de aquellos ojos que no parecían simplemente verla, sino escudriñarla—. Espero no molestarte. Son solo tres días hasta el próximo vuelo disponible. 


—Molestia es una palabra muy fea —respondió él, enderezándose y abriendo la puerta con un gesto amplio—. Pasa. La casa es tuya estos días. 


Ella cruzó el umbral, rozando su brazo contra el de él al pasar. Un contacto breve, accidental, pero que le envió un escalofrío eléctrico por todo el brazo. Thiago pareció notarlo, o quizás fue solo su imaginación, porque su mirada se posó en el lugar del roce por un instante demasiado largo antes de cerrar la puerta. 


El interior del departamento era amplio, luminoso, con muebles modernos pero acogedores, estanterías repletas de libros y algunos objetos de viaje. Olía a café recién hecho, a madera pulida y a él, a esa esencia limpia y masculina que parecía impregnarlo todo. 


—¿Puedo…? —preguntó Nazarena, señalando un amplio balcón francés que se abría al living. 


—Claro. Adelante. 


Ella dejó su maleta y su bolso junto al sofá y se dirigió hacia la luz. Empujó las cortinas de gasa y abrió las puertas de par en par, saliendo al balcón. Una brisa cálida le acarició el rostro, despeinándole suavemente el cabello. El balcón daba a una plaza arbolada, donde las copas de los jacarandás formaban un dosel violeta sobre el verde intenso del césped. El cielo de Buenos Aires, de un azul profundo y despejado, se extendía como un telón de fondo perfecto. 


—Qué linda vista —susurró, más para sí misma que para él, apoyando sus manos en la barandilla de hierro y dejando que el sol de primavera calentara su piel a través de la fina blusa. 


Thiago no respondió de inmediato. Se había quedado en el umbral del balcón, observándola. Sus ojos recorrieron la línea de su espalda, la curva de su cintura que se estrechaba sobre la cadera, la manera en que la falda se recogía levemente, sugiriendo la forma de sus glúteos, y cómo sus piernas, delgadas y estilizadas, se perdían en la blancura de las zapatillas. La contemplaba con la concentración de un hombre que aprecia algo raro y valioso. No era la vista a la plaza lo que capturaba su atención. 


—Sin duda —dijo por fin, y su voz sonó más grave, más íntima, cargada de un significado que transcendía las palabras—. Es una hermosa vista. 


Ella no se volvió, pero sintió el peso de su mirada como una caricia física, un trazo de calor que le recorrió la nuca, la columna vertebral, hasta la base de su espalda. Un silencio espeso, cargado de algo eléctrico y no dicho, se instaló entre ellos. La primavera, en todo su esplendor ardiente, parecía contener la respiración. 


Nazarena sintió que el aire se espesaba alrededor, cargado del perfume embriagador de los jacarandás y de algo más, algo intenso y masculino que emanaba de la presencia silenciosa de Thiago en el marco de la puerta. Podía sentirlo sin volverse, la calor de su mirada recorriendo su espalda como una mano tangible, deteniéndose en la curva de su cintura, en el lugar donde la blusa se hundía levemente, en el vaivén suave de su falda con la brisa. Un estremecimiento leve, involuntario, le recorrió los brazos. 


—El aire está perfecto —comentó él, y su voz sonó más cerca. No se había movido, pero de algún modo su presencia parecía haber llenado todo el balcón. 


—Sí —logró articular ella, con un hilo de voz—. En Rosario ya está haciendo un calor más pesado. 


—Buenos Aires tiene estas mañanas tramposas en noviembre. Frescas pero con el sol picando ya —avanzó un paso, luego otro. No estaba junto a ella, pero ya no estaba en la puerta. Se detuvo a su lado izquierdo, apoyando también sus manos en la barandilla. Su brazo quedó a apenas unos centímetros del de ella. Nazarena pudo percibir el calor que irradiaba su cuerpo, el aroma limpio de su camisa mezclado con una nota amaderada y fresca de su colonia o quizás de su piel misma. 


—¿Te acordás de la última vez que nos vimos? —preguntó Thiago, sin mirarla, fijando sus ojos en la plaza de abajo. 


Ella tragó saliva, intentando ordenar los recuerdos de una infancia lejana. —Fue en la boda de tía Claudia. Yo tendría… nueve años. Vos, dieciocho. 


—Diecisiete, casi dieciocho —corrigió él con suavidad—. Te pasaste todo el reception escondida leyendo un libro debajo de una mesa. Te llevé un pedazo de torta. 


Un destello de memoria cruzó la mente de Nazarena. —Sí. Era de chocolate. Y tenías el esmoquin nuevo, te quedaba grande. 


Thiago emitió una risa baja, gutural, que vibró en el aire entre ellos. —Me lo había comprado mi viejo para “crecer into it”. Nunca lo logré, siempre me quedó ancho de hombros. 


Ella se rió también, un sonido suave y musical. —Y yo me manché todo el vestido con el chocolate. Mi mamá se enojó mucho. 


—Pero valió la pena, ¿no? —preguntó él, y por fin volvió su cabeza para mirarla. Sus ojos oscuros capturaron los de ella, y en su profundidad había un destello de complicidad, de un secreto compartido que solo existía en ese instante, fabricado por la nostalgia y la proximidad. 


—Quizás —susurró Nazarena, sintiendo cómo su corazón comenzaba a latir con más fuerza. Su mirada era imantada, imposible de romper. Notó la pequeña cicatriz en su ceja izquierda, el arco perfecto de sus labios, la sombra espesa de su barba. Diez años. Él ya no era el adolescente desgarbado y torpe. Era… esto. Un hombre con las manos grandes y fuertes apoyadas en el hierro, con una presencia que llenaba el espacio y hacía que el aire pareciera escasear. 


—Has crecido —dijo él, y la frase sonó cargada de un significado que iba más allá de lo obvio. Su mirada bajó, por una fracción de segundo, hasta sus labios, y luego regresó a sus ojos. 


Nazarena sintió un rubor caliente subirle por el cuello hasta sus mejillas. —El tiempo pasa para todos. Vos también has… cambiado. 


—Para bien, espero —esbozó esa media sonrisa de nuevo, la que le hacía arrugar las comisuras de los ojos y que le daba un aire de travieso confidente. 


—Para bien —confirmó ella, y su voz sonó más segura de lo que se sentía. Su mundo se había reducido a este balcón, al calor del sol en su piel, al aroma de él, a la proximidad de su brazo, tan cerca que podía sentir la energía estática, la promesa de un contacto. 


Thiago no dijo nada. Sostuvo su mirada, y en el silencio, el mensaje no verbal era más elocuente que cualquier palabra. Había apreciación en sus ojos, admiración, y algo más, algo más oscuro y primal que hacía que el estómago de Nazarena se contrajera en un nudo de anticipación y nerviosismo. No era solo la mirada de un primo hacia su prima. Era la mirada de un hombre hacia una mujer. Una mujer joven, sí, pero indudablemente mujer, con su falda corta, su cuerpo esbelto y su cabello como una seda oscura bajo el sol de primavera. 


Finalmente, fue él quien rompió el hechizo, respirando hondo y apartando la vista hacia el interior del departamento. —Debería mostrarte tu habitación. Dejarte que te instales y descanses un poco del viaje. 


—Sí, claro —asintió Nazarena, sintiendo un inexplicable alivio mezclado con una punzada de decepción. El momento se había roto, pero la tensión, esa electricidad palpable, seguía allí, flotando en el aire como el polen de los jacarandás, listo para adherirse a la piel con el más mínimo contacto. 


Él se apartó de la barandilla para dejarla pasar. Al cruzar el umbral de vuelta al living, su hombro rozó su pecho. Fue un contacto fugaz, casi etéreo, pero suficiente para que ambos se tensaran, como si una chispa estática hubiera saltado entre ellos. Nazarena contuvo la respiración y apretó el paso, dirigiéndose hacia donde había dejado su maleta. 


Thiago se quedó un momento más en el balcón, mirando su espalda mientras se alejaba, la elegancia innata de su porte, el movimiento de su cabello. Respiró hondo, como si intentara capturar el aroma que había dejado a su paso: una mezcla de shampoo de frutos rojos, el perfume suave de su piel joven y la promesa de la primavera. Luego, apretó con fuerza la barandilla de hierro, con los nudillos blanqueándose por la presión, antes de dar media vuelta y seguirla al interior, cerrando las puertas del balcón detrás de sí. La hermosa vista podía esperar. Otra vista, mucho más cautivadora y prohibida, requería ahora toda su atención. 


El silencio dentro del departamento era ahora distinto. Ya no era el silencio vacío de un lugar deshabitado, sino uno cargado, denso, como el aire antes de una tormenta de verano. La luz de la tarde, dorada y oblicua, se colaba por las persianas semiabiertas, dibujando franjas cálidas sobre el piso de madera y iluminando motas de polvo que danzaban en un ballet perezoso. Nazarena seguía a Thiago por el pasillo, sus zapatillas blancas haciendo un ruido casi imperceptible, contrastando con el firme taconeo de sus botas. Observaba la amplitud de sus espaldas bajo la fina camisa de lino, la manera en que los músculos de su espalda se movían con cada paso, una estela de esa esencia limpia y masculina que ahora le resultaba tan intoxicante como familiar. 


Él se detuvo frente a una puerta de madera clara y la abrió. 


—Tu habitación —anunció, haciendo un gesto con la mano para que pasara. 


Ella cruzó el umbral. La habitación era amplia, minimalista pero acogedora. Una cama grande con ropa blanca impecable, un armario empotrado, una mesita de luz con una lámpara de diseño sencillo y, al igual que en el living, un balcón más pequeño que daba a un patio interno arbolado. Dejó su maleta en el suelo, junto a la cama, y se volvió hacia él, cruzando los brazos sobre el pecho en un gesto que era mitad nerviosismo, mitad defensa. 


—Está preciosa. Muchas gracias de nuevo, Thiago. De verdad, no sé cómo agradecerte esto. 


—No hay por qué —respondió él, apoyándose en el marco de la puerta, llenándolo por completo con su presencia. Sus ojos oscuros la recorrieron, no con insolencia, sino con una curiosidad profunda, apreciativa—. Al contrario. Después de diez años, tenerte aquí… es una sorpresa. Una buena sorpresa. —Hizo una pausa, y una sonrisa lenta, deliberada, se dibujó en sus labios—. Creo que esto hay que celebrarlo, ¿no te parece? 


Ella sintió un vuelco en el estómago. Una celebración. ¿A qué se refería? ¿Una copa de vino? ¿Una cena? Pero la intensidad de su mirada sugería algo más, algo que iba más allá de un brindis cortés. 


"¿Celebrar? ¿Celebrar qué? ¿El que haya perdido el vuelo? ¿El que estemos aquí, los dos solos, después de tanto tiempo… primos casi desconocidos?" 


—Sí… —logró decir, y su voz sonó un poco ronca—. Claro. Encantada. 


—Me alegra que aceptes —dijo él, y su voz era ahora una caricia baja, íntima, que parecía vibrar en las paredes de la habitación. No se movió del umbral. La observaba como un felino observa a su presa, calculando la distancia, el momento exacto. 


El aire se espesó hasta volverse casi irrespirable. Nazarena podía oír el latido de su propio corazón, un tambor acelerado y frenético en sus oídos. Thiago empujó suavemente la puerta, cerrándola con un click apenas audible que, no obstante, resonó en la habitación como un portazo. El sonido marcó un antes y un después. Ya no había salida. Ya no había reglas. 


—Thiago… —murmuró ella, pero fue todo lo que pudo decir. 


Él cruzó la distancia que los separaba en dos zancadas largas y seguras. No hubo preámbulos, no hubo dudas. Sus manos, grandes y cálidas, se elevaron para enmarcar su rostro con una ferocidad contenida que la dejó sin aliento. Sus pulgares acariciaron sus pómulos, ásperos por la textura de su piel contra la suavidad de la de ella. Sus ojos, oscuros como la noche porteña, bucearon en los suyos, buscando una rendija, un permiso. 


—Diez años es demasiado tiempo —susurró, y su aliento, caliente y con un tenue regusto a café, le llegó a la cara. 


Y entonces, se inclinó y capturó sus labios. 


No fue un beso de exploración tímida, ni de cortesía familiar. Fue una toma de posesión. Un acto de pura, cruda y desenfrenada pasión. Sus labios fueron exigentes, dominantes, moviéndose sobre los de ella con una urgencia que le arrancó un gemido ahogado, un sonido que se perdió en la boca de él. Nazarena sintió que sus piernas flaqueaban, que el suelo se movía bajo sus pies. Una oleada de calor, intensa y vergonzosamente húmeda, le recorrió el vientre y se instaló entre sus muslos. Sus manos, que se habían alzado instintivamente para empujarle el pecho, se aferraron instead a la camisa de lino, arrugando la tela impecable entre sus dedos, necesitando un ancla en el torbellino de sensaciones que la embargaba. 


"Esto está mal, esto está tan mal… es mi primo… Dios mío, es mi primo…" 


Pero su cuerpo, traicionero y vivo, no escuchaba a su mente. Su boca se abría bajo la presión de la de él, respondiendo con una hambre que nunca antes había conocido. Su lengua se encontró con la de Thiago, en un duelo húmedo y sensual que le sabía a pecado y a libertad. Él la empujó suavamente contra la pared, y el contacto de la fría pintura con su espalda a través de la fina blusa fue un contraste electrizante con el calor abrasador de su cuerpo pegado al de ella. 


—Nazarena —gruñó él contra su boca, su voz convertida en un rumor ronco y animal—. No tienes idea de lo que me haces sentir. 


Sus manos abandonaron su rostro y comenzaron a recorrerla, a reclamarla. Una palma se deslizó por su cuello, sobre el suave tejido de la blusa, hasta cubrir uno de sus pequeños pechos. Ella arqueó la espalda, un grito sofocado atrapado en su garganta, cuando sus dedos encontraron el pezón already erecto y duro a través de la tela y el ajustado sujetador. Él lo pellizcó suavemente, rodándolo entre el índice y el pulgar, y una descarga de puro placer, tan agudo que casi dolía, le recorrió el cuerpo hasta la punta de los dedos de los pies. 


—Thiago… por favor… —suplicó, sin saber siquiera qué estaba pidiendo. 


—Shhh —murmuró él, enterrando su rostro en el hueco de su cuello, mordisqueando la piel sensible justo below su oreja—. Solo siente. Solo déjate sentir. 


Sus manos viajaron hacia abajo, se deslizaron por los delgados costados, sintiendo el temblor que lo recorría todo. Agarró el borde de su blusa y, con un movimiento firme, se la levantó por encima de la cabeza, dejándola caer al suelo. Nazarena jadeó, sintiendo el aire fresco sobre su piel ahora expuesta, solo cubierta por el sencillo sujetador negro. La mirada de Thiago se posó en su torso, en la palpitante suavidad de su vientre, en la curva modesta pero perfecta de sus senos contenidos por la tela negra. Había adoración en sus ojos, pero también una fogosidad devoradora. 


—Hermosa —respiró, y la palabra sonó como una plegaria profana. 


Sus dedos encontraron el cierre de su falda, lo bajaron con un chirrido tenue. La prenda, ahora suelta, se deslizó por sus caderas y cayó en un pool oscuro alrededor de sus ankles, dejándola en pie solo con las zapatillas blancas, las bragas de algodón sencillas que contrastaban con el sujetador y las piernas desnudas y temblorosas. Él se arrodilló frente a ella, y el espectáculo de ese hombre, tan grande y masculino, de rodillas a sus pies, le resultó tan erótico que casi se desmaya. Con manos que, contra todo pronóstico, eran delicadas, le desató los cordones de las zapatillas y se las quitó, una por una, dejando sus pies descalzos sobre la fría madera. Luego, sus manos subieron por sus pantorrillas, sus muslos, con una lentitud exquisita y tortuosa, hasta enganchar sus pulgares en el elástico de sus bragas. 


—Levántate un poco —ordenó suavemente. 


Ella, hipnotizada, obedeció. Él le bajó las bragas hasta los tobillos y ella salió de ellas con un movimiento torpe. Ahora estaba completamente expuesta ante él, excepto por el sujetador. Thiago se incorporó, su mirada ardiente recorriendo cada centímetro de su cuerpo desnudo, desde los dedos de los pies curvados por la vergüenza y la excitación, hasta el triángulo oscuro de vello en la unión de sus muslos, hasta los ojos wide with shock and desire. 


—Ahora tú —dijo ella, y su propia voz la sorprendió, cargada de una sensualidad que no reconocía. 


Thiago no necesitó que se lo repitieran. Con movimientos rápidos y eficientes, se quitó la camisa de lino, revelando un torso amplio, definido, con un vello pectoral oscuro que se estrechaba en una línea que desaparecía dentro de los jeans. Su piel olía a calor, a esfuerzo, a hombre. Nazarena no pudo evitar extender una mano y tocar su pecho, sentir los latidos furiosos de su corazón bajo su palma, la textura de los músculos contra sus dedos. Él cerró los ojos un momento, como si ese simple contacto le produjera un placer inmenso. 


Luego, sus manos fueron al cinturón, al cierre de sus jeans. Los bajó junto con sus boxers, liberando una erección imponente, gruesa y palpitante, que se alzó orgullosa entre ellos. Nazarena contuvo el aliento. Era la imagen misma del poder masculino, crudo y deseante. Él la tomó de la mano y la guió hacia la cama. La espalda de ella golpeó suavemente las sábanas frescas, y él se situó entre sus piernas, que se abrieron para él con una voluntad propia, una rendición total. 


Se inclinó sobre ella, apoyando su peso en sus brazos, y volvió a besarla. Este beso era diferente, más lento, más profundo, más prometedor. Una de sus manos bajó por su costado, sobre la curva de su cadera, y se posó en su muslo interno, acariciando la piel sensible allí. Nazarena gimió en su boca, un sonido de necesidad pura. Sus dedos se acercaron al centro de su calor, encontrándolo empapado, hinchado y palpitante de deseo. 


—Dios, Nazarena —murmuró, rompiendo el beso y mirándola con ojos desorbitados por la lujuria—. Estás tan mojada… tan preparada para mí. 


Ella no podía hablar. Solo podía mirarlo, suplicarle con los ojos. Él posicionó la punta de su miembro en su entrada, un contacto electrizante que hizo que ambos jadearan. La empujó suavemente, un centímetro, dos, permitiéndole sentir su amplitud, su stretch. Un gemido largo y tembloroso escapó de los labios de Nazarena. 


—¿Duele? —preguntó él, deteniéndose, su frente perlada de sudor. 


Ella negó con la cabeza con vehemencia. —No… no… por favor, no pares. 


Esa fue toda la invitación que necesitó. Con un empuje firme y controlado, la penetró por completo, llenándola, stretching her in ways she didn't know were possible. Un grito ahogado, de dolor transformado al instante en placer absoluto, se escapó de su garganta. Él se quedó quieto por un momento, embutido hasta el fondo, permitiendo que se adaptara a su tamaño, que sus músculos internos se acostumbraran a la invasión. 


"Dios mío… esto… esto no lo he sentido nunca… ¿es por él? ¿Porque es mi primo? ¿Esta conexión… esta intensidad…?" 


—¿Te gusta? —susurró Thiago, su voz áspera como lija contra su oído—. ¿Te gusta que tu primo te coja así? ¿Que te llene con toda su verga? 


Las palabras, obscenas y prohibidas, deberían haberla hecho retroceder. Deberían haber apagado el fuego. En cambio, lo avivaron hasta convertirlo en un incendio incontrolable. Una nueva oleada de humedad brotó de ella, y él lo sintió, emitiendo un gruñido de satisfacción animal. 


—Sí… —gimió ella, perdida en la sensación, en la taboo, en el placer puro—. Me encanta… Thiago, por favor, más… quiero más… 


Él comenzó a moverse entonces, con una cadencia lenta al principio, cada embestida una caricia profunda, una exploración meticulosa de cada rincón de su interior. Nazarena enredó sus piernas alrededor de su cintura, acercándolo más a ella si cabía, clavando sus uñas en la carne sudorosa de su espalda. Sus caderas encontraron el ritmo de las de él, elevándose para encontrarse con cada thrust, cada movimiento una sinfonía de choques húmedos y jadeos entrecortados. 


Thiago cambiaba el ángulo sutilmente, buscando, hasta que de pronto… 


—¡Ah! —gritó Nazarena, sus ojos abriéndose de par en par—. ¡Ahí! ¡Por favor, ahí! 


Él había encontrado ese punto exacto, ese núcleo de placer interno que hizo que su visión se nublara. Su ritmo se volvió más rápido, más enérgico, más desesperado. La dominaba por completo, y ella se abandonaba, entregándose a la corriente, permitiendo que la arrastrara. Él se incorporó sobre sus rodillas, sin salir de ella, y la tomó de las caderas, levantándola para tener un mejor ángulo. Desde allí, podía ver su cuerpo arqueándose, sus pequeños senos rebotando con cada embestida, su rostro contraído en una mueca de éxtasis puro. 


—Mírame —ordenó, y su voz no admitía discusión—. Mírame cuando te cojo. 


Ella abrió los ojos, nublados por el placer, y encontró los suyos. En ellos vio el mismo fuego devorador, la misma posesión absoluta, la misma pregunta sin respuesta. Y supo, en ese instante, que esto iba más allá del parentesco, más allá de la razón. Era algo primal, inevitable. 


—Voy a… ¡Thiago, voy a…! —su voz se quebró en un chillido agudo. 


—Córrete para mí —gruñó él, sus embestidas volviéndose caóticas, frenéticas—. Córtete, Nazarena. Ahora. 


La orden, el tono autoritario, fue el detonante final. Una explosión cataclísmica de placer estalló en su núcleo, expandiéndose como una onda sísmica por cada nervio, cada músculo, cada poro de su piel. Un grito largo, gutural, desgarrado, salió de lo más hondo de su ser mientras su cuerpo se convulsaba bajo el de él, agarrotándose en espasmos interminables de éxtasis. La vista le estalló en blanco, el mundo se desvaneció, solo existía esa sensación abrumadora, demoledora, de pura rendición orgásmica. 


Al sentir cómo ella se apretaba y pulsaba alrededor de él de manera incontrolable, Thiago perdió el último vestigio de control. Con un rugido ahogado que era la materialización del goce más animal, se hundió en lo más profundo de ella y estalló, vertiendo su calor en jetes potentes y palpitantes que parecían no tener fin. Su cuerpo se tensó como un arco, cada músculo en rigidez, antes de desplomarse sobre ella, exhausto, jadeando como si le hubieran negado el aire durante siglos. 


El silencio volvió a la habitación, pero ahora era un silencio pesado, cargado de ecos, del olor acre a sexo y sudor, a pieles calientes y aliento entrecortado. Yacían enredados en las sábanas ya arrugadas y húmedas, sus cuerpos brillantes por el esfuerzo, sus corazones martilleando contra sus pechos en un ritmo frenético que poco a poco comenzaba a amainar. La luz dorada de la tarde empezaba a teñirse de naranja, anunciando el crepúsculo. 


Thiago rodó hacia un lado, liberándola de su peso, pero sin soltarla del todo, manteniendo un brazo sobre su vientre. Los dos miraban al techo, ciegos, sus mentes tratando de procesar la tormenta que acababa de pasar. La confusión llegó entonces, fría e inexorable, apagando el calor residual del placer. 


"¿Qué hemos hecho?" —pensó Nazarena, el pensamiento golpeándola con la fuerza de un puñetazo. El vacío y la culpa comenzaban a filtrarse en los bordes de su conciencia, nublando el resplandor del orgasmo. 


"¿Qué hemos hecho?" —pensó Thiago al mismo tiempo, su mirada fija en una pequeña grieta en el yeso del techo, sintiendo el peso de la transgresión, de la línea que habían cruzado y que nunca podría borrarse. 


Se quedaron allí, jadeantes, desnudos y confundidos en el suelo, mientras las sombras de la noche primaveral comenzaban a alargarse en la habitación, envolviéndolos en un manto de dudas y de un placer que aún palpitaba, vergonzoso e innegable, en sus pieles. 


 


Continuara... 

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