No Pudo Resistirse a su Prima - FIN.

 

El último amanecer en Buenos Aires se filtró por las persianas como un ladrón, robando la penumbra íntima que había cobijado sus tres días de delirio. El aire en la habitación ya olía a despedida, a maleta cerrada y a silencios espesos que se colaban entre las palabras no dichas. Nazarena se movía con una lentitud deliberada, como si cada movimiento por pequeño que fuera, fuera un clavo más en el ataúd de su aventura. Se vistió con cuidado, eligiendo cada prenda como una armadura para el adiós. Se puso unos jeans ajustados, de un azul desgastado que moldeaban sus piernas largas y delgadas, y una remera negra de algodón fino que se pegaba a su torso con una modestia engañosa. Encima, una campera de cuero sintético, también negra, que le daba un aire de fragilidad rebelde. Su cabello liso y oscuro lo recogió en una cola de caballo baja, dejando mechones sueltos que enmarcaban su rostro, donde los ojos, grandes y profundos, brillaban con una humedad contenida que se negaba a convertirse en lágrima. Calzó unas zapatillas converse blancas, manchadas de uso, que contrastaban con la sobriedad del resto. Parecía la chica de al lado, la estudiante universitaria que era, pero cada gesto, cada mirada furtiva hacia Thiago, delataba a la mujer que había sido desenterrada y amada con ferocidad en esa casa. 


Thiago, por su parte, observaba cada uno de sus movimientos desde la puerta, apoyado en el marco, con las manos en los bolsillos de unos jeans y una remera gris que se estiraba sobre su pecho. Su expresión era un mosaico impenetrable: deseo, posesividad, una amargura sorda y la resignación de quien sabe que el final está escrito y es inapelable. No dijo nada cuando ella cerró la maleta con un click definitivo. Solo asintió, tomó el equipaje y salió hacia el auto, un sedan oscuro y discreto estacionado en la calle. 


El trayecto comenzó en un silencio opresivo. El ruido del motor, el zumbido de la ciudad un domingo a la mañana, los peatones que cruzaban con calma. Todo parecía normal, ajeno al drama que se desarrollaba dentro del habitáculo. Nazarena miraba por la ventana, viendo pasar los edificios de Palermo, las cafeterías, los parques, como si intentara memorizar cada detalle de una ciudad que ya no era solo la capital, sino el escenario de su perdición y su éxtasis. Thiago manejaba con una concentración exagerada, los nudillos blancos sobre el volante. 


Pero la desesperación, ese animal ansioso que les había mordido el cuello durante tres días, no iba a permitir un final tan comedido. No con las horas contadas, con los minutos yendose como agua entre los dedos. Nazarena sintió una punzada de pánico. ¿Llegar al aeropuerto así? ¿Un beso torpe en la mejilla, un "cuídate" y a otra cosa? No. No podía ser. Necesitaba un último sabor, una última marca, algo que la sostuviera durante el vuelo, durante los años de ausencia. 


Sin mediar palabra, sin una mirada de advertencia, se desabrochó el cinturón de seguridad con un chasquido seco que hizo que Thiago desviara la mirada por una fracción de segundo. 


—¿Qué hacés, Nazarena? —preguntó, su voz más áspera de lo usual. 


Ella no respondió. Se inclinó hacia él, cruzando la consola que los separaba, su perfume suave de jabón y algo esencialmente ella invadiendo su espacio. Sus dedos, fríos por los nervios, encontraron el cierre de sus jeans. La mirada de Thiago se clavó en la ruta, pero su respiración se aceleró de inmediato, un susurro áspero que llenó el auto. 


—Naza… pará… estoy manejando… —protestó, pero era una protesta débil, cargada de la misma necesidad que la impulsaba a ella. 


El cierre bajó con un ruido metálico, obsceno en la quietud del auto. Ella metió la mano, encontrando el calor a través del algodón de sus boxers, la rigidez que ya palpitaba bajo su toque. Con determinación, metió la mano por el elástico y lo liberó. Su miembro, ya semi-erecto por la sorpresa y la excitación instantánea, saltó contra su palma, caliente y vivo. 


—Dios… —juró Thiago, y su pie presionó un poco más el acelerador, como si quisiera escapar o llegar más rápido a un destino que ahora se veía completamente distinto. 


Nazarena bajó la cabeza, y sin más preámbulos, se lo llevó a la boca. No fue un acto de sumisión, sino de reafirmación, de tomar lo que quería, lo que necesitaba, una última vez. Sus labios se cerraron alrededor de la cabeza, y sintió el estremecimiento que recorría su cuerpo, el gemido ahogado que se le escapó. 


—¡Mierda, Naza! —gritó, y su mano se disparó desde el volante para enredarse en su cola de caballo, no para detenerla, sino para afirmarla, para sentir el movimiento de su cabeza—. Así… así, mi nena… ¿Vos sabés lo que me hacés? 


Ella respondió con un gemido propio, vibrando alrededor de él, y se hundió más, tomando más longitud, ahogándose un poco, pero sin importarle. Usaba la lengua, lamiendo la parte inferior, saboreando el sabor salado y único de su piel, la esencia que ya empezaba a rezumar. El auto zigzagueó levemente, y Thiago corrigió con un movimiento brusco, maldiciendo entre dientes, pero sin soltarla. 


—Te gusta, ¿no? —gruñó, su voz convertida en un rumor ronco, forzada por las embestidas poco profunda que sus caderas empezaban a marcar, Incapaz de quedarse quieto —. Te re contra gusta chuparme la pija en el auto, como una nena mala… Mi prima putita… 


Las palabras, sucias, prohibidas, la electrificaron. Un nuevo chorro de humedad empapó sus jeans ajustados. Gemía alrededor de él, asintiendo con la cabeza, animándolo a que siguiera, a que la llenara con su voz y su verga. 


—Sí… —logró murmurar, separándose por un segundo, jadeando, con la boca brillante—. Me encanta… me encanta tu pija, Thiago… —y volvió a hundirse, con más fervor, tomándolo hasta la garganta, sintiendo cómo golpeaba su úvula. 


—¡Sos una adicta! —aclaró él, mirando alternativamente la ruta y la imagen surrealista de su prima, con su outfit de chica buena, mamándolo con una devoción absoluta—. ¡Una adicta a la pija de tu primo! ¿Te vas a acordar de esto en España? ¿De cómo chupás como una profesional? 


Ella respondió con un sonido gutural, un sí ahogado, y aumentó el ritmo, bombeando con la mano lo que su boca no podía alcanzar. Sabía que el tiempo se acababa. Veía los carteles del aeropuerto acercarse, las luces de los aviones como estrellas mortecinas. Thiago también lo veía. Su respiración se volvió un jadeo frenético, sus dedos se apretaron en su cabello. 


—Voy a terminar, Naza… —advirtió, su voz tensa como un cable—. ¡Cuidado con el…! 


Pero fue demasiado tarde. Un cartel verde brillante anunció la entrada al aeropuerto a dos cuadras. En ese preciso instante, con un grito ahogado que era pura rendición, Thiago se vino en su boca. Jet tras jet de un líquido espeso y caliente llenó su garganta, un sabor salado y amargo que era la esencia misma de su despedida. Ella trago, con dificultad, sin separarse, bebiendo cada última gota, sintiendo cómo su cuerpo se tensaba y luego se relajaba, exhausto, contra el asiento del conductor. 


El auto redujo la velocidad, incorporándose a la fila de taxis y autos que dejaban pasajeros. Nazarena se separó lentamente, con un pop húmedo, jadeando, limpiándose la comisura de los labios con el dorso de la mano. Su rostro estaba enrojecido, sus ojos vidriosos, pero había una chispa de triunfo salvaje en su profundidad. Thiago, con las manos aún temblorosas sobre el volante, se ajustó torpemente, subiéndose el cierre con un movimiento incómodo. Los dos miraban al frente, hacia la terminal imparable que los esperaba, sin decir una palabra. El olor a sexo y a climax llenaba el auto, un secreto obsceno y palpable en medio de la normalidad del aeropuerto. El final había llegado, pero ella se llevaba su sabor en la garganta, un recordatorio brutal y perfecto de los tres días que habían revolucionado sus vidas.


El sedán oscuro se deslizó por las interminables calles del estacionamiento del aeropuerto, buscando no la entrada principal, no la zona de embarque, sino las sombras. Thiago manejaba con una concentración feroz, sus ojos escudriñando los pasillos vacíos, alejándose de la luz del sol y del bullicio de los viajeros. Cada minuto que pasaba era un latigazo, un recordatorio de que el reloj seguía corriendo, implacable. Nazarena, a su lado, miraba por la ventana, pero no veía los autos aparcados ni las señales. Veía el reflejo de su propio rostro, marcado por la despedida que ya había comenzado en el aire cargado del auto, con el sabor de él aún grabado en su garganta, una marca de propiedad invisible pero tangible. 


Encontró un rincón en el último nivel, un lugar polvoriento y semiabandonado, iluminado por una luz fluorescente parpadeante que tintineaba con un zumbido molesto. Apenas detuvo el motor, el silencio volvió a apoderarse del habitáculo, pero esta vez era un silencio diferente, eléctrico, cargado de una desesperación que ya no podía contenerse. Thiago giró hacia ella. No hubo una palabra, ni un gesto de advertencia. Su mano, grande y caliente, se enredó en la cola de caballo que ella se había hecho con tanto cuidado esa mañana, despeinándola, sacando mechones sueltos que caían sobre su rostro. No fue un acto de violencia, sino de posesión absoluta, de una necesidad tan urgente que no admitía preámbulos. 


—Thiago… —logró balbucear ella, pero su protesta se ahogó en un gemido cuando él tiró de su cabello con suavidad firme, guiando su cuerpo sobre la consola central, hacia el asiento trasero. 


Era un movimiento torpe, incómodo, pero ninguno de los dos reparó en eso. La necesidad los cegaba. Una vez en el espacio más amplio de atrás, con las puertas cerradas y el mundo exterior reducido a un cristal empañado, Thiago la volteó boca abajo sobre el asiento de cuero. Su respiración era un fuelle acelerado y ronco. Sus manos no buscaron desabrochar, sino arrancar. Agarró el cinturón de sus jeans ajustados y tiró hacia abajo con fuerza, revelando la tela de la tanga negra, tan mínima que era apenas un hilo. Con un movimiento seco, casi brutal, introdujo los dedos bajo la tela delgada y la rompió con un rasgón sordo que sonó como un disparo en el silencio del auto. 


Nazarena gimió, no de dolor, sino de excitación pura. La crudeza del acto, la sensación de ser tomada así, sin miramientos, como si él tuviera que reclamarla una última vez, borró cualquier atisbo de vergüenza o duda. Se sintió animal, deseada, poseída. 


—Siempre vas a ser mía —gruñó él en su oído, mientras se bajaba su propio jean y boxers hasta las rodillas, liberando una erección que palpitaba con furia—. Aunque te vayas a la puta España… aunque no te vea nunca más… esto… esto es mío. 


Y sin más, sin preparación, con la humedad de ella como única guía, la penetró con una embestida única, profunda, que los unió de golpe en un quejido conjunto. Nazarena gritó, un sonido ahogado por el cuero del asiento, mientras sus manos se aferraban al respaldo del asiento delantero, buscando un ancla en la tormenta. 


—¡Sí! ¡Así! —jadeó Thiago, comenzando a moverse con un ritmo salvaje, cada embestida una afirmación, un intento desesperado por grabarse en ella para siempre—. ¡Gritame, puta! ¡Gritame que es mío! 


El auto se meció sobre sus amortiguadores, crujiendo con cada embestida. Los vidrios se empañaron por completo, aislando su universo de sudor, jadeos y el sonido húmedo y obsceno de sus cuerpos chocando. Nazarena, perdida en la sensación, respondía a cada movimiento, empujando su cadera hacia atrás para encontrarse con él, para sentirle más profundo, más dueño. 


—¡Es tuyo! —gritó, su voz distorsionada por el placer y la presión contra el asiento—. ¡Todo tuyo, Thiago! ¡Solo tuyo! 


—¿Te gusta que te folle tu primo en un estacionamiento? —preguntó él, agarrándola de las caderas con fuerza, marcándole la piel con sus dedos—. ¿Eh? ¿Te gusta ser mi putita? 


—¡Sí! ¡Me encanta! —gimió ella, sintiendo cómo el orgasmo comenzaba a crecer en su interior, un tsunami que se alimentaba de la transgresión, de la despedida, de la fuerza con la que él la tomaba—. ¡No pares! ¡Por favor, no pares! 


Thiago aumentó el ritmo, sus caderas chocando contra sus nalgas con una fuerza que prometía moretones, moretones que ella llevaría como un secreto en el avión. El auto era un tambor que marcaba el compás de su frenesí. Él se inclinó sobre ella, mordiendo su hombro a través de la remera, gruñendo palabras sucias, obscenas, que eran la música más excitante que ella había escuchado. 


—Voy a acabar… —avisó, su voz quebrada por el esfuerzo—. Voy a acabar adentro tuyo… para que te lleves mi leche a España… 


Esa frase, esa última marca de posesión, fue el detonante. Nazarena sintió cómo el orgasmo estallaba en su núcleo, un estallido cegador y silencioso que le arrancó un grito desgarrado y la hizo contraerse alrededor de él de manera incontrolable, unos espasmos interminables que parecían exprimirle el alma. 


Al sentirla vibrar, Thiago perdió el último resto de control. Con un rugido ahogado que era pura angustia y éxtasis, se hundió hasta el fondo y se dejó ir, vertiéndose en ella en jetes largos y calientes que parecían no terminar nunca, marcándola por dentro, como había prometido. 


Quedaron juntos, jadeantes, sudorosos, entrelazados en el incómodo espacio del asiento trasero, mientras los ecos de sus climax resonaban en el silencio. El mundo exterior, el aeropuerto, el avión, todo había dejado de existir. Por un instante, solo fueron ellos, y el fin del mundo. 


Thiago fue el primero en moverse, con una lentitud de sonámbulo. Se separó de ella, y el sonido fue húmedo y final. Sin decir palabra, recogió del suelo la tanga negra rota, el trofeo de su conquista final, y se la guardó en el bolsillo del jean. Luego, se vistió mecánicamente. Nazarena, temblorosa, se incorporó y se subió los jeans, sintiendo la humedad de él dentro de sí, una última y íntima despedida. 


El trayecto hasta la terminal de embarques fue en silencio. Caminaron uno al lado del otro, sin tocarse, pero la electricidad entre ellos era palpable. En el mostrador de check-in, mientras ella entregaba su pasaporte y su maleta, Thiago se inclinó y le susurró al oído, su aliento caliente erizando la piel de su nuca: 


—No importa dónde estés. Siempre vas a ser mía, Nazarena. Siempre. 


Ella lo miró, y en sus ojos oscuros no había lágrimas, sino una resignación profunda y un fuego que no se apagaría fácilmente. 


—Siempre —susurró en respuesta, y fue un juramento, una maldición, una promesa. 


Lo vio alejarse entre la multitud, su espalda ancha desapareciendo tras las puertas deslizantes, antes de girar y dirigirse hacia la seguridad, hacia el avión, hacia su nueva vida en España. Se subió al avión con su cuerpo dolorido y marcado, con su sabor en la boca y el de él entre sus piernas. Miró por la ventanilla hacia la ciudad que se perdía en la distancia, hacia el edificio de Palermo donde había ocurrido todo, y supo, con una certeza que le partía el alma, que jamás volvería a verlo. Que ese había sido el final. 


Pero también supo, guardándolo como el secreto más preciado y prohibido, que ningún hombre, en ningún lugar del mundo, jamás la haría sentir lo que había sentido su primo Thiago en esos tres días de primavera porteña. Y él, desde su departamento en Buenos Aires, con una tanga negra rota escondida en un cajón, guardaría el mismo secreto: que su mejor sexo, su posesión más feroz y perfecta, había sido con su prima Nazarena. Un capítulo cerrado para siempre, pero cuyas páginas, ardientes y prohibidas, nunca dejarían de quemar en su memoria. 


 


FIN. 

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