Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 6
La noche, que había comenzado en un silencio casi absoluto, se rasgó de pronto con un grito que heló la sangre incluso de los hombres más endurecidos del campamento.
—¡Se me escapó la perra! —rugió Ramiro, su voz retumbando entre los árboles como un trueno.
En cuestión de segundos, el campamento entero se convirtió en un hervidero de actividad. Lámparas de gasolina se encendieron, arrojando sombras largas y deformes sobre las carpas y los troncos caídos. Hombres semidesnudos, algunos aún borrachos, otros despertando abruptamente de su sueño, se armaron con lo primero que encontraron: palos, cuerdas, cuchillos. Dos de ellos desataron a un par de perros de caza —animales musculosos y de ojos brillantes— que comenzaron a olfatear el suelo con ansia, reconociendo el rastro de Andreita al instante. Otros más preparados sacaron rifles con miras nocturnas, el verde fantasmal de sus lentes iluminando brevemente sus rostros curtidos.
Andreita, que apenas había logrado avanzar unos cientos de metros en la espesura, escuchó el primer ladrido y supo que estaba perdida.
El sonido no era lejano. Los perros habían encontrado su rastro con una facilidad aterradora, y ahora sus aullidos se acercaban, cortando la noche como cuchillos.
—No, no, no... —murmuró, pero su voz era apenas un hilito de aire.
Corrió.
Las ramas le azotaban las piernas desnudas, abriéndole pequeñas heridas que apenas notaba en su adrenalina. El collar de perro, que no se había atrevido a quitarse por miedo a que el ruido la delatara, golpeteaba contra su pecho con cada paso. El dolor en sus pies sangrantes ya no importaba. Solo importaba escapar.
Pero entonces, como en una pesadilla, los ladridos estallaron justo detrás de ella.
Se volvió, y ahí estaba Ramiro.
No jadeante, no furioso. Caminando con una tranquilidad obscena, como si supiera desde el principio que esto terminaría así.
—Andreita, Andreita... —dijo, moviendo la cabeza con decepción teatral—. ¿En serio pensaste que podrías irte?
Ella se quedó paralizada. No era el hombre enfurecido que esperaba, sino algo peor: un depredador seguro de su victoria.
Con movimientos deliberadamente lentos, Ramiro sacó la cadena del bolsillo de su pantalón y la enganchó al collar. El clic del metal al cerrarse sonó como el cerrojo de una celda.
—Mira nada más cómo temblas —observó con una sonrisa torcida—. ¿Tan poco me conoces? Sabes que esto solo va a empeorar.
Fue entonces cuando el olor a orina llenó el aire. Andreita no pudo controlarlo; el miedo le reventó la vejiga, y los chorros calientes le corrieron por los muslos, goteando en la tierra seca.
Ramiro miró hacia abajo, luego a ella, y su expresión se llenó de un desprecio tan genuino que Andreita sintió que se encogía.
—Asquerosa —escupió.
Un tirón brutal de la cadena la hizo tropezar hacia adelante. Así comenzó la caminata de regreso, con Andreita tambaleándose desnuda y humillada, los hombres del campamento alineándose a los costados para verla pasar. Algunos reían. Otros simplemente observaban, sus miradas cargadas de una lujuria que ya no se molestaban en disimular.
Cuando llegaron al centro del campamento, Ramiro no dijo una palabra. Tomó una cuerda gruesa que colgaba de un arco hecho de troncos —la misma estructura que usaban para colgar la carne de caza— y ató sus muñecas, levantándola hasta que solo las puntas de sus pies rozaban el suelo.
—Por favor... —susurró Andreita, pero las lágrimas ya le cortaban la voz.
Ramiro se acercó, lo suficiente para que ella sintiera su aliento en la oreja.
—No llores, perrita —murmuró—. Esto ni siquiera ha empezado.
Fue entonces cuando agarró la primera rama.
No era gruesa, pero sí lo suficiente para silbar en el aire antes de estallar contra su espalda. Andreita gritó, un sonido agudo que hizo que algunos hombres se rieran. El segundo latigazo vino casi de inmediato, luego el tercero, trazando líneas de fuego sobre su piel.
Ramiro no se apresuró. Disfrutaba de esto, de la manera en que su cuerpo se retorcía, de cómo sus sollozos se volvían más débiles con cada golpe.
Cuando finalmente se cansó, dejó caer la rama y se dirigió a los otros hombres.
—Tienen permiso para azotar a mi mascota —anunció, como si estuviera ofreciendo un trago—. Pero no la maten. Colgará aquí una semana, en esta misma postura. Un sorbo de agua por día. Nada de comida.
Los hombres asintieron, algunos sonriendo, otros acercándose ya con ramas en las manos.
Andreita cerró los ojos.
Sabía que lo peor no era el dolor.
Era saber que, en algún momento, dejaría de importarle.
Cinco Días en el Infierno: El sol del quinto día caía a plomo sobre el cuerpo desnudo y magullado de Andreita, su piel antes suave y dorada ahora cubierta de costras, moretones y líneas rojas que entrecruzaban su espalda, sus muslos, incluso sus pechos. Colgada del arco de troncos, con los brazos estirados hacia arriba y los pies apenas rozando el suelo, cada músculo de su cuerpo era un nudo de agonía. El dolor ya no era algo que sentía, sino algo que se había convertido en ella, una presencia constante que la habitaba, que respiraba con ella, que latía al ritmo de su corazón.
Los primeros días habían sido los peores. El hambre le retorcía el estómago, pero el verdadero tormento era la sed. Ramiro cumplía su palabra: un solo sorbo de agua por día, apenas lo suficiente para mantenerla consciente, pero nunca para saciar esa quemazón en la garganta. El agua llegaba en una taza oxidada, a veces sostenida por la mano de Ramiro, a veces por la de otro hombre, siempre con la misma sonrisa burlona. Si se apuraba demasiado, si intentaba beber más de lo permitido, el líquido se derramaba a propósito, y el castigo se duplicaba.
De día, el sol era un verdugo implacable. Los rayos inclementes le quemaban la piel ya lastimada, convirtiendo las marcas de los latigazos en líneas de fuego. El sudor se mezclaba con la sangre seca, con la orina que ya no podía contener, con los excrementos que habían corrido por sus piernas hasta secarse en capas repugnantes. El olor era nauseabundo, pero a los hombres del campamento parecía excitarles aún más. Se acercaban, respiraban hondo, reían.
—Mira cómo huele la perrita —comentaba uno, pasando una mano por su cabello enmarañado.
—Ya ni parece la misma —respondía otro, escupiendo cerca de sus pies.
Ramiro era el más metódico en su crueldad. Tres veces al día, sin falta, aparecía con una nueva rama, a veces delgada y flexible, otras gruesas y nudosas. No importaba cuánto suplicara Andreita, cuánto llorara, él seguía con la misma precisión de un relojero, midiendo cada golpe para maximizar el dolor sin dejarla inconsciente.
—Uno por la mañana, uno al mediodía, uno al atardecer —explicó el segundo día, como si estuviera hablando de las comidas de un niño—. Así no olvidas quién manda.
Mientras tanto, su vida digital seguía intacta. Ramiro subía dos, a veces tres fotos por día a sus redes sociales: imágenes cuidadosamente editadas donde Andreita aparecía sonriente, con el paisaje campestre de fondo, el sol besando su piel impecable. Todas fotos que le había sacado anteriormente.
—¡Qué feliz se ve! —comentaban sus seguidores.
—¡Quiero ir a ese lugar! —escribían otras.
Nadie sospechaba. Nadie sabía.
El contraste entre la Andreita de las fotos y la Andreita real era tan grotesco que, en algún momento entre el tercer y cuarto día, ella misma comenzó a dudar de qué era real. ¿Era realmente la influencer de antes? ¿O siempre había sido esto, una perra colgada, golpeada, reducida a un juguete roto?
Pero el quinto día, algo cambió.
El sol estaba bajando, pintando el cielo de naranja y púrpura, cuando Ramiro se acercó con su paso tranquilo, las manos en los bolsillos, como si viniera a charlar. Andreita no reaccionó al principio. Ya no tenía energía para temblar, para suplicar. Solo colgaba allí, los ojos vidriosos, la mente sumergida en una niebla densa.
—Te quedan dos días más —dijo Ramiro, deteniéndose justo frente a ella—. Pero te puedo soltar ahora.
Ella lo miró, o al menos intentó hacerlo. Sus ojos, antes brillantes y verdes, ahora parecían opacos, muertos. No preguntó qué debía hacer. No había necesidad. Cinco días de tortura le habían enseñado que las preguntas solo traían más dolor.
—Haré lo que me ordene mi dueño —murmuró, su voz ronca por la deshidratación, pero clara en su sumisión.
Ramiro sonrió, satisfecho. No era una sonrisa de triunfo, sino de algo más profundo, más oscuro. Era la sonrisa de un hombre que sabía que había ganado no solo su obediencia, sino su voluntad.
—Bien —dijo, desatando las cuerdas con manos sorprendentemente suaves—. Entonces empecemos.
Y así, después de cinco días en el infierno, Andreita cayó al suelo, su cuerpo destrozado incapaz de sostenerse por sí mismo. Pero lo que venía después, lo sabía, sería mucho peor.
Porque Ramiro nunca daba algo sin esperar algo a cambio.
Y esta vez, ella estaba dispuesta a dar todo.
El Perdón de los Lobos
La noche anterior había sido extrañamente tranquila. Después de cinco días colgada como un trozo de carne, Ramiro la había desatado y, sin mediar palabra, la llevó al lago. El agua fría había lavado la suciedad, la sangre seca, los rastros de su propia degradación. Andreita no se resistió cuando él le frotó el pelo con un jabón áspero, ni cuando le pasó una esponja por las marcas de los latigazos, limpiando cada herida con una precisión casi clínica. Tampoco protestó cuando, después, le dio un plato de comida sencilla —arroz, frijoles, un pedazo de carne— que devoró con las manos temblorosas, sin importarle el sabor, solo la necesidad animal de llenar su estómago vacío.
Lo más sorprendente fue que no la ató.
Cuando terminó de comer, Ramiro la miró con esos ojos oscuros que parecían ver a través de ella y simplemente señaló una manta tirada en el suelo, cerca del fuego.
—Duerme —ordenó—. Mañana será otro día.
Andreita obedeció, acurrucándose en la manta, sintiendo el calor de las brasas en su piel desnuda. El collar de perro seguía allí, apretado alrededor de su cuello, pero las ataduras no. Podría haber escapado. Podría haber intentado correr de nuevo. Pero ni siquiera lo pensó.
No por lealtad. No por miedo.
Sino porque algo dentro de ella había cambiado.
Se durmió entendiendo: El error no había sido intentar escapar. El error había sido creer que quería hacerlo.
El grito de Ramiro la despertó cuando el cielo aún estaba teñido de oscuridad, apenas rozado por los primeros matices del amanecer.
—¡Veni, perrita sucia!
Andreita se incorporó de inmediato, pero no se puso de pie. No esta vez. En cambio, avanzó hacia él en cuatro patas, como el animal que ahora sabía que era. Los hombres ya estaban reunidos en círculo, algunos con cervezas en la mano a pesar de la hora, otros fumando, todos mirándola con una mezcla de diversión y expectativa.
—Cuando escapaste —comenzó Ramiro, paseándose frente a ella como un general arengando a sus tropas—, hiciste trabajar a todos los presentes. Y a esos dos perros. —Señaló a los animales, dos mastines musculares que observaban con orejas alertas, sus lenguas colgando entre colmillos impresionantes—. Ahora les pedirás perdón. Haciendo lo que haces mejor.
Ella no entendió al principio. Pero luego vio la manera en que los perros la olfateaban, cómo sus dueños los guiaban hacia ella con correas gruesas, y el significado de las palabras de Ramiro cayó sobre ella como un balde de agua helada.
No.
Pero no protestó.
El primer perro, un mastín negro con el lomo ancho y ojos amarillos, fue el más impaciente. Su dueño, un hombre calvo con cicatrices en los brazos, lo soltó con un gruñido de aprobación. El animal no necesitó más invitación.
Andreita sintió el peso del perro antes de verlo, sus patas delanteras apoyándose en su espalda, las garras arañando su piel ya marcada. Luego, el calor. La humedad. Algo grueso y pulsante buscando a tientas entre sus piernas.
—Relájate, perrita —murmuró Ramiro, agachándose para agarrarla de las caderas y ajustar su posición—. Así duele menos.
Pero cuando la penetración llegó, no fue dolor lo que sintió.
Fue diferente.
El perro no tenía la precisión de un hombre, ni su paciencia. Era puro instinto, embestidas rápidas, desordenadas, que la empujaban hacia adelante con cada movimiento. El tamaño era distinto también —más delgado pero más largo—, y la sensación de ser tomada así, como una hembra en celo, hizo que algo dentro de ella se encendiera contra toda lógica.
El segundo perro, un animal más joven y de pelaje marrón, esperó su turno con impaciencia, pero cuando llegó, fue aún más intenso. Este era más grande, más pesado, y cuando se abotonó dentro de ella —esa extraña característica de los caninos que los atrapa en su presa—, el dolor fue agudo, brillante, como un cuchillo que la atravesara y, al mismo tiempo, la llenara de una electricidad perversa.
—Mira cómo se mueve —rió uno de los hombres.
—Le gusta —añadió otro.
Y era verdad.
Andreita no podía negarlo. Cada embestida, cada gruñido animal cerca de su oído, cada vez que las garras le arañaban la espalda, sentía un placer que no entendía, que no quería entender.
Llegó al orgasmo con el primer perro todavía dentro de ella, su cuerpo traicionándola una vez más, convirtiendo la humillación en éxtasis.
Pero los animales no se detuvieron.
Hora tras hora, bajo la mirada de los hombres, bajo el cielo que se aclaraba poco a poco, Andreita fue usada, montada, poseída de maneras que ningún humano podría replicar.
Y cuando finalmente terminó, cuando los perros se alejaron jadeantes y satisfechos, ella quedó tirada en el suelo, temblorosa, empapada en sudor y otros fluidos, pero con una sonrisa torcida en los labios.
Porque por primera vez desde que llegó al campamento, no se sentía como una prisionera.
Se sentía como lo que era:
Una perra en celo.
Y las perras no escapan de su manada.
Continuara...



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