Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 5

 


El sol del mediodía caía a plomo sobre el campamento, filtrándose entre las hojas de los árboles y dibujando patrones de luz y sombra sobre la piel desnuda de Andreita. Atada con la cadena al grueso tronco de un roble, el collar de perro ajustado alrededor de su cuello, apenas podía moverse, pero el cansancio y la pesadez en sus músculos la mantenían quieta, casi dócil. Sus ojos verdes, entrecerrados por el resplandor del sol, seguían distraídamente los movimientos de Ramiro, quien, a unos metros de distancia, compartía una cerveza con otro hombre.  


Era Héctor, un tipo de cincuenta y ocho años, morocho, robusto, con una barriga prominente que delataba años de cervezas sin medida y asados abundantes. Su rostro, marcado por arrugas profundas y una barba entrecana, se iluminó con una sonrisa astuta mientras hablaba con Ramiro.  


—Las inscripciones para marzo se triplicaron —dijo Héctor, pasándose una mano por el pelo engominado—. Gracias al vivo y la publicidad que nos da tu mascota.  


Ramiro, con su torso desnudo mostrando los tatuajes de águilas y runas que le recorrían los brazos, golpeó amistosamente la espalda de su amigo.  


—Este campamento lo creamos hace años juntos, pero va mucho mejor de lo pensado.  


Héctor asintió, tomando un trago largo de su cerveza antes de responder.  


—Sí, pero hay un problema —sus ojos se desviaron hacia Andreita, atada bajo el árbol—. Todos quieren tener su propia mascota. Y ella es la única mujer aquí.  


Ramiro no pareció preocupado. Con un gesto tranquilo, casi arrogante, se encogió de hombros.  


—Tengo un plan para eso. Pero necesito unos días más. Decile a los hombres que esperen.  


Héctor asintió de nuevo, aunque esta vez con una mirada ligeramente intrigada. No insistió. Sabía que Ramiro no daba explicaciones si no quería.  


Una vez terminada la conversación, Ramiro se acercó a Andreita, quien, al verlo aproximarse, instintivamente tensó los músculos. Pero no había amenaza en sus ojos, solo determinación.  


—Ahora te sacaré más fotos —anunció, desatando la cadena del árbol pero dejando el collar puesto.  


Andreita no protestó.  


—Bueno —murmuró, bajando la mirada—. Sabía que debía obedecerlo.  


Y era cierto. Después de todo, sacarse fotos y subirlas a las redes sociales era su trabajo. Lo había hecho durante años, posando con sonrisas falsas y ropa de diseñador. La única diferencia ahora era que no tenía control sobre nada. Ni su ropa, ni sus poses, ni siquiera su propia imagen.  


Ramiro la llevó a distintos rincones del campamento, lugares donde la luz del sol creaba efectos casi mágicos entre los árboles. Le entregó atuendos sencillos pero cuidadosamente elegidos: un vestido blanco vaporoso que apenas le cubría los muslos, un top de encaje negro que dejaba ver más piel de la que ocultaba, una falda de cuero corta que crujía con cada movimiento.  


—Así —le ordenaba Ramiro, ajustando la posición de su cuerpo con manos expertas—. Gira un poco. Ahora mira hacia allá, pero no directamente a la cámara.  


Andreita obedecía, y para su propia sorpresa, lo hacía bien. A pesar de todo, su cuerpo recordaba cómo moverse, cómo jugar con la luz y las sombras. Las fotos no eran obscenas, pero sí provocativas. Una imagen la mostraba recostada sobre una roca, el vestido blanco semi-transparente por el sol detrás de ella, sus piernas largas y bronceadas extendidas con naturalidad. Otra la capturaba de perfil, el top de encaje negro destacando la curva de sus pechos pequeños pero firmes, su cabello castaño cayendo sobre un hombro.  


—Muy bien —murmuraba Ramiro de vez en cuando, aprobando su sumisión—. Eres buena en esto.  


Ella no respondía, pero en el fondo, una parte de ella se alegraba por el elogio. Era ridículo, lo sabía. Estaba siendo usada, expuesta, tratada como un objeto. Y sin embargo, había algo en la forma en que Ramiro manejaba la situación, en cómo incluso en su dominación parecía entenderla mejor que nadie, que la hacía sentirse… especial.  


 Andreita posaba junto a un viejo roble, vistiendo un sencillo vestido de algodón blanco que ondeaba con la brisa suave, cuando de pronto un grito rudo cortó la tranquilidad del atardecer. 


—¡Ahí, un puma! ¡Del otro lado del río! —vociferó uno de los hombres, señalando hacia la orilla opuesta donde una silueta felina se movía entre los arbustos. 


Ramiro, que sostenía con una mano la cámara profesional y con la otra el celular de Andreita, esbozó una sonrisa que hizo erizar la piel de la joven. Había visto esa expresión antes, siempre precediendo alguna nueva humillación o prueba de sumisión. 


—Ven, vamos a grabar un video —ordenó, su voz tan casual como si le estuviera pidiendo que posara para otra foto inocente. 


Andreita parpadeó, confundida. Llevaban horas tomando imágenes cuidadosamente curadas para sus redes sociales - fotos que, aunque sugerentes, mantenían cierta apariencia de normalidad. El vestido que llevaba, sencillo pero femenino, las poses naturales que simulaban espontaneidad, todo calculado para no levantar sospechas entre sus seguidores. Incluso le habían quitado el collar para estas tomas, eliminando cualquier evidencia visible de su verdadera situación. 


—¿Un video? ¿De qué...? —comenzó a preguntar, pero una mirada fría de Ramiro le recordó que las preguntas no eran bienvenidas. En apenas cuarenta y ocho horas, su cuerpo había aprendido a obedecer antes que su mente pudiera procesar la resistencia. 


Mientras seguía a Ramiro hacia la orilla del río, el puma en la distancia parecía observarlos con desinteresada curiosidad. El hombre posicionó a Andreita con el caudaloso río a sus espaldas y el felino como telón de fondo accidental, un escenario perfectamente salvaje y "auténtico" para sus propósitos. 


—Repite exactamente lo que te diga —susurró Ramiro, encendiendo la cámara frontal del celular para que la imagen mostrara el rostro angelical de Andreita contra el paisaje agreste—. Y recuerda lo que pasa con las perritas desobedientes. 


El corazón de Andreita aceleró su ritmo. No era la amenaza física lo que más la aterraba - ya había aprendido a soportar el dolor - sino la manera en que Ramiro podía torcer su voluntad, convirtiendo sus propias habilidades y su imagen en herramientas para sus planes. 


Cuando la cámara comenzó a grabar, Andreita forzó una sonrisa brillante, esa misma que había usado en cientos de stories y publicaciones patrocinadas. Sus labios repitieron las palabras que Ramiro le susurraba, aunque cada sílaba le quemaba la lengua: 


—Hola amores, me acabo de enterar de una noticia impactante —su voz sonaba dulce, alegre, completamente opuesta al terror que sentía—. ¡Están abiertas las inscripciones para mujeres que quieran venir a disfrutar de la naturaleza! Sin celulares, por un año completo, todo esto por una pequeña suma de dinero. El enlace está abajo de este video. ¡Los amo! 


Ramiro detuvo la grabación con un movimiento hábil del pulgar, satisfecho con el resultado. Mientras revisaba el video, Andreita cayó de rodillas en la tierra húmeda de la orilla, el vestido blanco ensuciándose irremediablemente. Las lágrimas corrían por sus mejillas sin control, mezclándose con el rímel a prueba de agua que milagrosamente resistía el embate. 


—No... por favor... —suplicó entre sollozos—. No puedo hacerles esto a otras... 


Ramiro se rió, un sonido profundo y genuinamente divertido, como si su angustia fuera el chiste más gracioso del mundo. Mientras editaba rápidamente el video en el celular, añadiendo filtros y ajustando los niveles de color para que el paisaje pareciera aún más idílico, habló sin mirarla: 


—Buena actriz, pero ahora sácate la ropa. 


Con manos temblorosas, Andreita comenzó a desvestirse. El vestido blanco cayó primero, revelando su cuerpo marcado por moretones y recuerdos de las ataduras. Mientras se quitaba la ropa interior, pudo ver cómo Ramiro subía el video a todas sus redes sociales simultáneamente - Instagram, TikTok, YouTube - utilizando su cuenta verificada para darle mayor alcance. 


—Mira qué rápido llegan los comentarios —comentó Ramiro, mostrándole la pantalla donde decenas de corazones y emojis de asombro ya aparecían—. Tus seguidoras están emocionadas con la "oportunidad".  


Andreita cerró los ojos, imaginando a otras jóvenes como ella - influencers en ascenso, aventureras ingenuas, mujeres buscando escapar de la rutina - cayendo en la misma trampa que ella. El enlace que Ramiro había incluido llevaría a una página falsa, con testimonios fabricados y términos legales ambiguos que ocultaban la verdad: un año de servidumbre, de humillación, de pérdida total de autonomía. 


Cuando abrió los ojos nuevamente, Ramiro ya estaba guardando el celular en su bolsillo. El puma al otro lado del río había desaparecido, pero Andreita supo que el verdadero depredador estaba justo frente a ella, y que acababa de usar su voz para atraer a más presas. 


el campamento entero vibró con una energía primitiva cuando Ramiro anunció a los hombres reunidos alrededor del fuego que pronto cada uno tendría su propia mascota obediente. Las carcajadas, los gritos y el sonido de botellas chocando llenaron el aire nocturno. Algunos hombres brindaron, otros se palmearon las espaldas con complicidad, y más de uno lanzó miradas llenas de deseo hacia Andreita, quien permanecía de pie junto a Ramiro, desnuda excepto por el collar de perro que aún ceñía su cuello.


—¡Esto merece una celebración! —rugió Ramiro, agarrando a Andreita por la muñeca y arrastrándola hacia su carpa, mientras los hombres coreaban y golpeaban las mesas en aprobación.


Dentro de la carpa, la luz de una lámpara de gas pintaba las paredes con sombras danzantes. El aire olía a cuero, a tierra y a algo más profundo, más animal. Ramiro la soltó solo para desabrocharse el cinturón con movimientos deliberados, sus ojos nunca dejando los de ella.


—Hoy has sido una buena perrita —murmuró, acercándose hasta que su aliento, cargado con el aroma del whisky que había estado bebiendo, le acarició la cara—. Y las buenas perritas merecen premios.


Andreita no respondió, pero su cuerpo ya estaba reaccionando. Sabía lo que venía. Lo había imaginado antes, en secreto, en esos momentos de soledad donde sus pensamientos se volvían más atrevidos de lo que jamás admitiría. Pero ahora no había lugar para fantasías. Esto era real, y Ramiro no iba a pedir permiso.


Con un empujón suave pero firme, la hizo arrodillarse sobre el colchón. Sus manos, grandes y ásperas, se deslizaron por su espalda hasta agarrarle las nalgas con fuerza, separándolas para exponer su virginidad anal.


—Relájate —ordenó, y aunque su voz era dura, había una pizca de paciencia inesperada en ella.


Andreita intentó obedecer, pero cuando sintió el primer roce de la punta de su miembro contra su entrada, su cuerpo se tensó instintivamente.


—Shhh… —Ramiro escupió en sus dedos y los pasó por el lugar, lubricando con crudeza pero efectividad—. Duele menos si no luchas


La penetración fue lenta, agonizantemente lenta. Ramiro no era un hombre que usualmente se preocupara por el dolor ajeno, pero esta vez parecía decidido a asegurarse de que ella lo sintiera todo, cada centímetro, cada expansión de músculos que nunca antes habían sido violados de esa manera.


—Dios… —jadeó Andreita, enterrando los dedos, su cuerpo ardiendo con una mezcla de dolor y una excitación que la avergonzaba—. Es… demasiado…


Pero Ramiro no se detuvo. Una vez completamente dentro, se quedó quieto por un momento, permitiéndole adaptarse, aunque sus manos no dejaban de recorrer su cuerpo, pellizcando sus pezones, acariciando su vientre, recordándole quién mandaba.


—Ahora —gruñó, agarrándola de las caderas—, prepárate.


Las primeras embestidas fueron controladas, pero rápidamente se volvieron más profundas, más brutales. Andreita gritó, pero no de dolor, no completamente. Había algo en la manera en que Ramiro la poseía, en cómo su cuerpo respondía a pesar de sí mismo, que la llevó a un éxtasis perverso.


—¡Sí! —gritó sin poder contenerse, su voz rompiéndose cuando un orgasmo la golpeó con la fuerza de un tren, haciendo que sus músculos se apretaran alrededor de Ramiro, quien gruñó de placer pero no disminuyó el ritmo.


Fuera de la carpa, los hombres callaron por un momento, escuchando los gemidos y los golpes de cuerpos chocando. Algunos se rieron, otros ajustaron sus pantalones, pero ninguno se acercó. Esta era la recompensa del líder, y todos lo respetaban.


Ramiro cambió de posición, volteándola para que quedara boca arriba, sus piernas sobre sus hombros. Desde este ángulo, la penetración era aún más profunda, y Andreita, ya perdida en la sensación, solo podía aferrarse a sus brazos tatuados mientras él la poseía con una intensidad que borraba todo pensamiento. 

  

—Eres mía —rugió Ramiro, sus caderas estrellándose contra ella una y otra vez—. En cada agujero, en cada suspiro, mía.


Y cuando finalmente llegó al clímax, enterrándose hasta el fondo y dejando que su calor la llenara, Andreita supo que era verdad. 


Andreita permanecía inmóvil al lado de Ramiro, su cuerpo desnudo y sudoroso aún pegado al de él, la piel marcada por sus manos, su aliento caliente en su cuello incluso en sueños. El peso de su brazo sobre su cintura era como una cadena más, otra atadura invisible que la mantenía prisionera. 


El amor no había sido amor. Nunca lo era con Ramiro. Había sido posesión, dominio, una reafirmación de su control sobre ella. Y ahora, mientras él dormía con una sonrisa satisfecha en los labios, Andreita sentía el odio y el miedo hervir en su pecho. No solo por lo que le habían hecho, sino por lo que estaba a punto de ocurrirle a otras. 


"Tengo que avisar a las autoridades... pero ¿cómo?" 


El campamento estaba en medio de la nada. Recordaba vagamente el viaje hasta allí, el Fiat 500 blanco que había dejado estacionado en algún punto de la ruta antes de que la llevaran a pie por senderos imposibles de recordar. Un día entero de caminata, le habían dicho. Sin señal, sin puntos de referencia. Solo bosque infinito. 


Pero no podía quedarse. No después de lo que había hecho. 


El brazo de Ramiro se movió ligeramente, y ella contuvo el aliento, paralizada. Pero él no despertó. Con movimientos lentos, cuidadosos, se deslizó de su lado, sintiendo el aire frío de la noche en su piel desnuda. Solo llevaba el collar de perro, el metal frío rozando su clavícula. 


"Si me atrapa, me mata." 


Pero si no lo intentaba, otras morirían en vida, como ella. 


Con un último vistazo a Ramiro —su perfil duro iluminado por el fuego moribundo, los tatuajes de águilas y runas como sombras en su piel—, Andreita se alejó. 


El primer paso fue el más difícil. La tierra estaba fría, llena de piedras y ramas que le pinchaban las plantas de los pies. Cada pisada era un recordatorio de su fragilidad. Los sonidos del bosque la hacían saltar: el crujido de una rama, el aleteo repentino de un pájaro, el distante aullido de algún animal que no podía identificar. 


"Dios, ¿adónde voy?" 


No había luna. Las estrellas brillaban, pero no sabía leerlas. Avanzó a ciegas, con solo el instinto de alejarse del campamento guiándola. Su ano aún le dolía, un recordatorio constante de lo que había sufrido, pero el dolor ahora la empujaba en lugar de detenerla. 


Pasó lo que parecieron horas. Sus pies sangraban, sus pulmones ardían. El miedo era un sabor metálico en su boca. 


"Si grito, alguien me oirá... pero ¿será un salvador o otro de ellos?" 


No podía arriesgarse. Siguió adelante, tropezando, cayendo, levantándose. 


Hasta que, de pronto, un sonido la paralizó. 


Algo —o alguien— se movía entre los árboles, muy cerca. 


El corazón le golpeó las costillas. 


"¿Me siguieron? ¿Me encontró?" 


No se atrevió a respirar. 


La oscuridad no respondió. 


Y así, desnuda, temblorosa, con solo su terror y su determinación como armas, Andreita se adentró más en el bosque, sin saber si escapaba hacia la libertad... 


O hacia algo peor. 



Continuara... 

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