Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 4
La noche había sido larga y fría para Andreita. Atada al árbol, con las cuerdas mordiendo su piel delicada, había pasado horas bajo la luna, expuesta, vulnerable. El bosque susurraba a su alrededor, el viento acariciando su cuerpo desnudo como si fuera un amante invisible. No había escapatoria, ni siquiera el consuelo de cubrirse. Las estrellas fueron testigos de su sumisión, de cómo, poco a poco, el cansancio la venció y sus párpados cedieron al sueño, a pesar de la incomodidad.
Pero el alba no trajo piedad.
Los primeros rayos del sol apenas rozaban el horizonte cuando un sonido metálico, el tintineo de un collar, la sacó de su letargo. Andreita entreabrió los ojos, confundida, hasta que la voz de Ramiro, grave y autoritaria, cortó el silencio.
—Perrita, hora de tus fotos —dijo él, sosteniendo una cámara profesional entre sus manos.
Ella intentó protestar, pero las palabras murieron en su garganta cuando el flash iluminó su cuerpo. Ramiro no perdía tiempo; cada clic capturaba su desnudez, su vulnerabilidad, la forma en que las cuerdas marcaban su piel. Movía la cámara con precisión, enfocándose en los detalles: sus pechos firmes, el vello pubérico castaño, la expresión entre el rubor y la resignación en su rostro.
—Así… muy bien —murmuró Ramiro, ajustando el lente—. Eres una obra de arte, Andreita.
Ella cerró los ojos, sintiendo el calor de la vergüenza, pero también, para su sorpresa, un escalofrío de excitación. No podía negarlo: había algo en la forma en que él la observaba, en cómo la trataba como un objeto, que hacía que su cuerpo respondiera de maneras que su mente no quería aceptar.
Cuando terminó, Ramiro arrojó un atuendo a sus pies: una falda corta de mezclilla y un bikini negro para la parte superior.
—Esto te pondrás ahora —ordenó, desatándola con movimientos rápidos.
Andreita obedeció en silencio, notando de inmediato la ausencia de ropa interior. La falda era tan corta que cualquier movimiento imprudente la dejaría al descubierto, y el bikini apenas cubría sus pechos, dejando más piel de la que ocultaba.
—No me diste… —comenzó a decir, pero Ramiro la interrumpió con una risa burlona.
—¿Ropa interior? No, perrita. Las putitas como tú no la necesitan.
Antes de que pudiera responder, él le quitó el collar de perro que llevaba alrededor del cuello.
—No lo extrañes —dijo, guardándolo en su bolsillo—. Pronto lo tendrás de vuelta.
Luego, con gestos casi paternales, Ramiro tomó su cabello castaño y lo dividió en dos colitas laterales, como las de una niña pequeña.
—Así pareces una inocente —murmuró, tirando suavemente de una de las colitas—. No una putita sucia.
Andreita tragó saliva, sintiendo cómo sus mejillas ardían. No había nada infantil en su situación, pero el contraste entre su apariencia y la realidad la hacía sentirse aún más expuesta.
—Vamos —ordenó Ramiro, tomándola de la muñeca—. Tenemos trabajo que hacer.
La llevó a un claro en lo alto del cerro, un lugar desde donde se podía ver gran parte del bosque. El paisaje era hermoso, el sol dorado pintando el cielo, pero Andreita no podía disfrutarlo.
—Voy a sacar fotos para tus redes sociales —anunció Ramiro, ajustando la cámara.
Ella abrió la boca para protestar, pero el sonido del primer clic la detuvo. Casi por instinto, su cuerpo adoptó una pose, las caderas ladeadas, los labios entreabiertos. Era como si su entrenamiento como influencer superara cualquier resistencia.
—Eso es —murmuró Ramiro, capturando cada ángulo—. Así me gusta.
Las fotos fluyeron, una tras otra. Andreita posaba con naturalidad, como si no estuviera en medio de un bosque, semidesnuda, bajo el control de un hombre que la había reducido a poco más que una esclava.
Pero entonces, Ramiro dijo algo que la hizo paralizarse.
—Vamos a hacer un vivo.
—¡No! —protestó Andreita, por primera vez con verdadero pánico en la voz—. ¡Ese es mi trabajo, no puedo arruinar mi carrera! ¡Apenas tengo diecinueve años!
Ramiro se acercó, colocando una mano en su hombro.
—Tranquila, perrita. Esto va a quedar muy bien —aseguró, y antes de que pudiera rechazarlo nuevamente, ya estaba iniciando la transmisión.
El cambio en Andreita fue instantáneo. Como si un interruptor se hubiera accionado, su expresión se iluminó, su voz adoptó ese tono dulce y enérgico que usaba para sus seguidores.
—¡Hola, chicos! —exclamó, sonriendo a la cámara—. ¡Bienvenidos a este amanecer increíble aquí en… en el bosque! ¡Hoy me acompaña Ramiro, el encargado de este campamento tan especial!
Ramiro apareció en cuadro, sorprendiéndola con su naturalidad.
—Es un placer estar aquí —dijo él, con una sonrisa que irradiaba confianza—. Este lugar no es solo un campamento, es un refugio donde los hombres pueden reconectarse con su esencia. Dos meses aquí, y renaces.
Los comentarios comenzaron a fluir. Muchas de sus seguidoras mujeres escribían cosas como "¿Quién es ese abuelo sexy?" o "Andreita, ¿dónde encontraste a ese hombre?".
Ella rió, aunque por dentro luchaba por no ajustarse la falda, consciente de que cualquier movimiento brusco podría revelar su falta de ropa interior.
—¡Ay, chicas, Ramiro es todo un experto! —improvisó, lanzándole una mirada que pretendía ser juguetona, pero que escondía una súplica silenciosa.
El vivo continuó, extendiéndose por dos horas enteras. Para sorpresa de Andreita, la audiencia respondió mejor de lo esperado. Su atuendo provocativo generó oleadas de comentarios positivos, y su número de seguidores aumentó exponencialmente.
Cuando finalmente terminó, Ramiro apagó la cámara y, sin ceremonias, le colocó el collar de nuevo.
—Te ganaste un desayuno —dijo, tirando de la correa—. Pero no pienses que esto cambia nada. Solo eres una perrita obediente.
Andreita no respondió. Sabía que tenía razón.
Y lo más aterrador era que, en algún lugar profundo de ella, eso la excitaba.
Andreita avanzaba detrás de Ramiro, sintiendo el tirón constante del collar en su cuello, la cadena metálica fría contra su piel. Cada paso que daba era un recordatorio de su posición: no era más que una mascota, una posesión. Los hombres del campamento comenzaban a moverse, algunos desperezándose, otros ya con latas de cerveza en mano, sus risas gruesas y conversaciones cargadas de groserías llenando el aire. Un grupo se preparaba para salir de caza, revisando rifles y afilando cuchillos, pero en el momento en que Andreita y Ramiro llegaron al fogón, todas las miradas se volvieron hacia ella.
—Sácate tu ropa —ordenó Ramiro, sin siquiera mirarla, como si fuera lo más natural del mundo.
Andreita tragó saliva, pero no protestó. Sus dedos temblorosos encontraron el nudo de su bikini, y con movimientos lentos, lo desató, dejando que la pequeña prenda cayera al suelo. Luego, desabrochó la falda, que se deslizó por sus caderas, dejándola completamente desnuda bajo la mirada de cincuenta hombres.
El silencio fue momentáneo, pero luego los murmullos comenzaron. Algunos resoplaban, otros se ajustaban el pantalón, pero ninguno apartaba la vista. Su cuerpo era joven, esbelto, casi delicado: cintura estrecha, pechos pequeños pero firmes, pezones rosados que se endurecían bajo el frío de la mañana. Sus nalgas, redondas y altas, parecían esculpidas, y su cabello castaño claro, ligeramente ondulado, caía sobre sus hombros como un manto sedoso. Su rostro, con esos ojos verdes y labios carnosos, tenía una dulzura infantil que contrastaba grotescamente con la situación.
—Mírenla bien —dijo Ramiro, paseándose frente a ella como un dueño orgulloso—. Así es como una perrita debe presentarse ante sus superiores.
Nadie dijo nada, pero el ambiente se cargó de una energía palpable, una mezcla de lujuria y dominación. Andreita bajó la mirada, sintiendo el peso de tantos ojos sobre su piel, pero también, en lo más profundo de su ser, un calor que no podía negar.
—Ahora, a desayunar —anunció Ramiro, señalando el suelo frente a él—. En cuatro patas, como corresponde.
Ella obedeció, arrodillándose en la tierra fría, apoyando las manos frente a sí, su espalda arqueada, sus nalgas expuestas. Ramiro tomó un plato y, con gestos deliberadamente lentos, comenzó a darle de comer con los dedos, como si realmente fuera un animal.
—Abre —le ordenó, llevando un trozo de pan a sus labios.
Andreita lo hizo, sintiendo la humillación arder en sus mejillas, pero también una extraña sumisión que la hacía seguir adelante. Mientras comía, Ramiro sacó su celular—el que le había arrebatado el día anterior—y lo agitó frente a su rostro.
—Desbloquéalo.
Ella sintió un escalofrío, pero extendió su dedo y colocó la huella en el sensor. Ramiro sonrió, satisfecho, y comenzó a navegar por sus redes sociales.
—Qué interesante —murmuró, subiendo las fotos que le había tomado esa mañana—. "Libertad campestre en Mendoza, Argentina". Qué poético.
Los comentarios y likes comenzaron a llegar casi de inmediato, pero Ramiro no se detuvo ahí. Abrió sus mensajes privados, y su expresión se oscureció.
—Dos futbolistas, cuatro empresarios, influencers… —leyó en voz alta, cada palabra cargada de disgusto—. Eres una puta.
—No es verdad —protestó Andreita, levantando la vista—. Solo estuve con uno.
El golpe llegó sin previo aviso, un impacto seco en las costillas que la hizo doblarse de dolor.
—¡Aaah! —gritó, cayendo de costado, las lágrimas asomando en sus ojos.
Ramiro se inclinó sobre ella, agarrándola del pelo para obligarla a mirarlo.
—Si te escribes con veinte, te acuestas con veinte. No debes ser calienta pijas, perrita.
Andreita no respondió, pero el mensaje estaba claro. Su vida, su cuerpo, ya no le pertenecían.
Y, aunque no quería admitirlo, parte de ella ya empezaba a aceptarlo.
Ramiro la observaba con esa mirada que ya empezaba a reconocer—una mezcla de desprecio y posesión—mientras sus palabras, duras como piedras, caían sobre ella. —Por escribirte con tantos hombres y solo entregar el cuerpo a uno, yo lo tomaré por ellos.
No hubo advertencia, ni caricia previa, ni siquiera un gesto de falso afecto. Con un movimiento brusco, Ramiro se bajó el cierre de su pantalón, liberando una erección que ya estaba dura, impaciente. Andreita apenas tuvo tiempo de tragar saliva antes de que sus manos gruesas, marcadas por tatuajes de águilas y símbolos tribales, la agarraran de las caderas y la colocaran en posición.
—No… —murmuró ella, pero era una protesta débil, casi automática, porque su cuerpo ya estaba respondiendo, humedeciéndose a pesar de su vergüenza.
Ramiro no esperó. Con un empujón seco, la penetró, haciendo que Andreita gritara, no solo por el dolor inicial, sino por la brutalidad del acto. Él era grande, mucho más de lo que estaba acostumbrada, y cada centímetro que entraba la estiraba, la llenaba de una manera que la hacía sentir desgarrada y completa al mismo tiempo.
—Mírenla bien —rugió Ramiro, dirigiéndose a los hombres que ya se agrupaban alrededor, sus miradas ardientes, sus manos ajustándose en sus pantalones—. Así es como se trata a una puta que juega con fuego.
Andreita quería odiarlo, quería maldecirlo, pero su cuerpo la traicionaba. Con cada embestida, una oleada de placer se mezclaba con la humillación, haciendo que sus músculos se tensaran y sus gemidos se escaparan sin permiso.
“No… no debería… sentir esto…” pensó, clavando las uñas en la tierra, pero era inútil. Su respiración se aceleraba, sus caderas comenzaron a moverse por instinto, buscando más, siempre más.
Ramiro lo notó, y su risa fue un sonido gutural, cargado de desprecio.
—¿Verdad que te gusta, perrita? —sus palabras eran cuchillos, cortando cualquier ilusión de dignidad que le quedara—. Por eso eres una zorra. Porque aunque digas que no, tu cuerpo siempre dice que sí.
Los hombres alrededor gruñían de aprobación, algunos ya se masturbaban abiertamente, otros simplemente observaban, fascinados por el espectáculo. Andreita cerró los ojos, pero eso solo intensificó las sensaciones: el roce áspero de la barba canosa de Ramiro en su cuello, el olor a tabaco y madera que emanaba de su piel, el sonido húmedo de sus cuerpos chocando.
Y entonces, sin previo aviso, el orgasmo la golpeó como una ola, arrasando con cualquier resistencia que le quedara. Su cuerpo se arqueó, sus músculos se tensaron hasta el límite, y un grito desgarrado escapó de sus labios.
—¡Aaah! ¡Dios…!
Ramiro no se detuvo. Siguió moviéndose dentro de ella, prolongando su placer hasta el borde del dolor, hasta que finalmente, con un gruñido animal, él también llegó al clímax, llenándola con su calor.
Cuando terminó, Andreita quedó jadeando, su cuerpo tembloroso, su mente dividida entre el deseo de escapar y la terrible, vergonzosa necesidad de quedarse.
Fue entonces cuando Ramiro, todavía jadeando, tomó el celular y lo agitó frente a ella.
—Aumentaste diez mil seguidores. Ahora tienes trescientos diez mil.
Andreita parpadeó, confundida, antes de alzar la mirada.
—¿De… verdad?
Él le mostró la pantalla, y allí estaban los números, imposibles de ignorar. En solo unas horas, su audiencia había explotado.
—Esto me lo debes a mí —dijo Ramiro, su voz cargada de satisfacción—. Yo elegí tu atuendo. Yo te saqué las fotos.
Andreita bajó la vista de nuevo, la vergüenza y la gratitud mezclándose en su pecho.
—Gracias —murmuró, tan bajo que apenas se escuchó.
Pero Ramiro sí la escuchó. Y su sonrisa fue la de un depredador que acababa de ganar otra batalla.
Continuara...



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