Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 3
El sol del mediodía quemaba las lonas de la carpa cuando Andreita finalmente abrió los ojos, su cuerpo dolorido respondiendo con lentitud después de la noche de abuso. Cada músculo, cada articulación, le gritaba en protesta. Se incorporó con un gemido, sintiendo el aire frío de la montaña sobre su piel desnuda, y al mirar alrededor, el pánico se apoderó de ella.
— ¿Dónde...? — su voz sonó ronca, desgastada por los gritos de la noche anterior.
Su vestido verde, sus medias marrones, incluso las sandalias de suela gruesa... todo había desaparecido. Y lo peor de todo: su teléfono, su único vínculo con el mundo exterior, tampoco estaba. Solo quedaba el olor a sexo y sudor, mezclado con el aroma acre del kerosén de la lámpara que aún colgaba del techo de la carpa.
Andreita se abrazó a sí misma, sintiendo las marcas que Ramiro le había dejado: moretones en forma de dedos en sus caderas, arañazos en los muslos, y entre sus piernas, una sensación de dolor y humedad residual que le recordaba cada uno de los orgasmos forzados que había tenido.
"Dios mío, ¿qué he hecho?"
El sonido de pasos pesados acercándose hizo que su corazón se acelerara. La lona de la carpa se abrió de golpe, revelando a Ramiro, con su torso desnudo y sudoroso, sus jeans viejos manchados de tierra, y en sus manos...
— Despertó mi perrita puta — anunció, mostrando un collar de cuero negro con una argolla metálica, como los que usan los perros.
Andreita retrocedió instintivamente, pero no había adónde ir. La carpa era pequeña, y Ramiro ya estaba dentro, arrodillándose frente a ella con una sonrisa que le heló la sangre.
— No... no me toques — suplicó, pero su voz sonó más frágil de lo que hubiera querido.
Ramiro no le hizo caso. Extendió el collar hacia su cuello, y algo dentro de Andreita se quebró.
— ¡Respetame, soy una mujer! — gritó, empujándolo con todas sus fuerzas —. ¡Lo de anoche no volverá a pasar!
Ramiro apenas se movió. En cambio, se rió, un sonido profundo y peligroso que resonó en el espacio cerrado de la carpa.
— Si no me obedecés, invitaré a mis amigos... que entren uno por uno a usarte — dijo, como si estuviera comentando el clima —. Cincuenta hombres, Andreita. ¿Te imaginás?
La imagen se materializó en su mente contra su voluntad: manos ásperas por todas partes, bocas hambrientas, cuerpos sudorosos aplastándola uno tras otro. Y lo más aterrador... una parte de ella, pequeña pero innegable, se estremeció ante la idea.
— Devolveme mi celular — exigió, tratando de sonar firme, pero su voz quebró al final.
La respuesta de Ramiro fue instantánea. Sus dedos volaron hacia su pecho, pellizcando un pezón con suficiente fuerza para hacerla gritar.
— No estás entendiendo, puta — gruñó, acercándose tanto que ella pudo sentir su aliento caliente en su cara —. Ahora, y por dos meses, sos de mi propiedad.
Las palabras la paralizaron. No era solo la amenaza, era la certeza con que las dijo, como si fuera un hecho innegable. Y en ese momento de shock, Ramiro aprovechó.
El collar de cuero se cerró alrededor de su cuello con un click siniestro.
— Así mejor — murmuró, tirando de la cadena que llevaba adherida —. Ahora, afuera.
Andreita quiso resistirse, pero antes de que pudiera reaccionar, Ramiro la arrastró hacia la entrada de la carpa. La luz del sol la cegó por un segundo, y luego...
Silencio.
Un silencio cargado de miradas.
Estaban todos ahí. Los cincuenta hombres del campamento, formando un semicírculo alrededor de la carpa, sus ojos recorriendo cada centímetro de su cuerpo desnudo.
— ¡Esta es mi perra personal! — anunció Ramiro, levantando la cadena como si fuera un trofeo —. Y como verán, está bien entrenada.
Andreita intentó cubrirse, cruzando los brazos sobre sus pechos pequeños y firmes, pero Ramiro tiró de la cadena, obligándola a ponerse de pie.
— Dejá que vean lo que pagaron por ver — ordenó.
Y así, bajo el sol implacable de Mendoza, Andreita fue exhibida.
Su cuerpo, que tantos elogios había recibido en las pasarelas, ahora era inspeccionado como un pedazo de carne. Sus piernas largas y tonificadas, que tantos likes habían generado en Instagram, temblaban bajo el peso de las miradas hambrientas. Su cintura estrecha, sus caderas perfectas, sus nalgas redondas aún marcadas por las palmadas de Ramiro... todo estaba expuesto.
Pero lo más humillante no eran las miradas.
Era el hecho de que, a pesar del miedo, a pesar de la vergüenza, su cuerpo comenzaba a responder. Entre sus piernas, una humedad traicionera brillaba bajo la luz del sol.
Y Ramiro lo vio.
— Mirénla — dijo, señalando con desprecio —. Hasta le gusta.
Los hombres rieron, algunos con incomodidad, otros con abierta lujuria. Pero ninguno intervino.
Ninguno la salvó.
Porque en este campamento, Andreita ya no era una influencer.
Era una perra.
Y su dueño acababa de dejar las reglas muy en claro.
Luego de exhibirla tiro de la cadena con fuerza y Andreita lo seguía como una buena mascota, con cada paso que daba, la cadena metálica tintineando como una burla mientras Ramiro la guiaba hacia el lago. El sol de la tarde brillaba sobre su piel desnuda, marcando un contraste obsceno entre la pureza del paisaje y la degradación de su situación. Los hombres del campamento observaban desde la distancia con sus bultos desmesurado en los pantalones, que hacía que Andreita sintiera náuseas.
— Acá, perrita — ordenó Ramiro, deteniéndose en la orilla del lago, donde el agua cristalina reflejaba su figura desnuda y marcada.
Andreita intentó cubrirse con las manos, pero un tirón brusco de la cadena la hizo perder el equilibrio, cayendo de rodillas sobre las piedras lisas de la orilla.
— No te tapes — gruñó Ramiro, enrollando la cadena en su puño —. Vamos a limpiar mi propiedad.
El agua estaba fría cuando Ramiro la obligó a entrar, empujándola hacia las profundidades hasta que el líquido le llegó a la cintura. Andreita temblaba, no solo por el frío, sino por las manos callosas que comenzaron a recorrer su cuerpo con posesividad, lavando cada marca, cada rastro de la noche anterior.
— Levantá los brazos — ordenó, y cuando ella obedeció, Ramiro se concentró en sus axilas, frotando con rudeza como si estuviera lavando un animal —. Así, bien limpiecita.
Sus manos descendieron hacia sus pechos pequeños, apretándolos con fuerza antes de enjabonarlos, los dedos jugando con sus pezones hasta que se endurecieron contra su voluntad.
— Mirá cómo responden — comentó con una risa baja —. Hasta tu cuerpo sabe que sos mía.
El "baño" continuó con meticulosidad humillante. Ramiro se arrodilló en el agua, lavando entre sus piernas con dedos que se movían con una familiaridad obscena, asegurándose de limpiar cada pliegue, cada rincón íntimo mientras Andreita mordía su labio para no gemir.
— Dale vuelta — ordenó luego, y cuando Andreita obedeció, presentando sus nalgas marcadas, Ramiro no pudo resistir darle una palmada que resonó en el aire tranquilo del lago —. Esto también es mío.
El lavado terminó con Ramiro enjuagando su cabello como si fuera una niña pequeña, sus dedos enredándose en los rulos castaños con una ternura perversa que contrastaba con la crudeza de la situación.
— Bien, ahora salí — dijo finalmente, tirando de la cadena para guiarla de vuelta a la orilla.
A unos pasos del lago se podía sentir, el olor a carne asada llenaba el campamento cuando Ramiro la llevó, todavía desnuda y goteando, hacia el área donde los hombres se reunían para comer. La ató a un poste cerca de la fogata principal, lo suficientemente cerca como para que todos pudieran verla, pero lo suficientemente lejos como para que no pudiera alcanzar comida o agua.
— Quédate — ordenó, como si fuera un perro, antes de unirse a los demás.
Andreita observó, con el estómago retorciéndose de hambre, cómo Ramiro se servía un plato lleno de carne, chorizos y papas asadas. Se acomodó en un tronco, una cerveza fría en una mano, el tenedor en la otra, y después de varios bocados deliberadamente lentos, se volvió hacia ella.
— Acá, perra — llamó, haciendo un gesto obsceno con la mano —. Vení a mamar.
Los hombres rieron, algunos incómodos, otros animando la escena. Andreita sintió que la quemaba la vergüenza, pero el hambre y el miedo a peores humillaciones la hicieron arrastrarse hacia él, la cadena arrastrándose por el polvo.
— En cuatro — corrigió Ramiro, pateándola suavemente en el costado cuando intentó sentarse.
Andreita obedeció, posicionándose en cuatro patas frente a él, su espalda arqueada, sus nalgas aún rojas por el "baño". Ramiro no se apresuró. Tomó otro bocado de carne, masticó lentamente, bebió un trago largo de cerveza, y solo entonces, con movimientos deliberados, bajó el cierre de sus jeans.
— Le voy a dar de comer a mi perra, muchachos — bromeó con los otros hombres, mientras su miembro ya erecto emergía de su ropa.
Andreita cerró los ojos por un segundo, respirando hondo. "Tengo que aguantar... tengo que encontrar una salida", pensó, antes de inclinarse hacia adelante y tomar entre sus labios lo que Ramiro le ofrecía.
La escena era grotesca en su crudeza: Ramiro comiendo su asado con una mano, bebiendo cerveza con la otra, mientras Andreita, desnuda y arrodillada, servía de entretenimiento. Los murmullos de los hombres se mezclaban con el sonido húmedo de su boca trabajando, el tintineo ocasional de la cadena cuando Ramiro tiraba de ella para ajustar el ritmo.
— Así, bien profundo — alentó Ramiro entre bocados, empujando su cabeza hacia abajo —. Como una puta sucia, como lo que eres.
Pero mientras cumplía, Andreita observaba. Memorizaba rutinas, contaba hombres, buscaba puntos débiles. Cada vez que Ramiro se distraía con su comida o con una conversación, sus ojos verdes escudriñaban el campamento, buscando una oportunidad, un momento de distracción.
"Tengo que escapar", pensó, incluso mientras su boca seguía moviéndose. "Pero no hoy... hoy solo debo sobrevivir."
Solo tenía que seguir siendo la perra obediente... hasta el momento preciso.
El sabor salobre y áspero del miembro de Ramiro llenaba la boca de Andreita, cada movimiento de su lengua generando un gemido gutural del hombre que reverberaba junto al chasquido húmedo de sus labios. La cadena del collar tironeaba con cada empujón que él daba contra su garganta, obligándola a tragar saliva entre asfixias controladas.
— Así, putita… bien hondo — gruñó Ramiro, ahuecando su mano sobre su nuca para marcar el ritmo mientras con la otra llevaba un trozo de chorizo a su boca.
Los jugos de la carne se mezclaban con el olor a cerveza y sudor, un cóctel vulgar que impregnaba el aire. Andreita sentía las miradas de los otros hombres clavadas en su espalda desnuda, en el arco obsceno de sus caderas levantadas, en las gotas de agua del lago que aún resbalaban por sus muslos. "Soy un juguete", pensó, pero el calor entre sus piernas persistía, traicionero.
Cuando Ramiro finalmente se corrió, lo hizo con un gruñido animal, empujándola hasta el fondo para que sintiera cada pulso. El líquido espeso inundó su garganta, obligándola a tragar con náuseas iniciales que luego se convirtieron en una aceptación resignada.
— ¿Te gusta la leche de tu dueño? — burló él, tirando de la cadena para verle la cara.
Andreita, con los labios brillantes y la respiración entrecortada, asintió. La respuesta automática la aterró más que la mentira misma. ¿Lo habré dicho por miedo… o porque algo dentro de mí lo desea? La duda se enredó en su mente como la cadena alrededor de su cuello.
— Eres una buena perra — Ramiro cortó un trozo de carne con el cuchillo que llevaba al cinto y lo sostuvo frente a ella. — Si quieres comer, hacerlo como lo que eres — ordenó, señalando el suelo.
Andreita dudó. El aroma a carne asada le retorcía el estómago vacío, pero arrodillarse como un animal frente a todos los hombres era una rendición pública. Un gemido de su panza la traicionó. Con los ojos bajos, se inclinó hasta apoyar las manos en la tierra, manteniendo la posición de cuatro patas mientras estiraba el cuello para tomar el bocado de los dedos de Ramiro.
— Buen perra — susurró él, frotándole la salsa de la boca con el pulgar antes de metérselo entre los labios para que lo chupara.
El sabor ahumado de la carne le hizo cerrar los ojos un instante, casi agradecida. "Está bueno…", pensó antes de morder su propio labio, enfurecida por el destello de gratitud hacia su captor. Comió así, trozo a trozo, sintiendo cómo la grasa le resbalaba por el mentón y cómo la arena del suelo se pegaba a sus rodillas. Cada bocado era una derrota, pero también un alivio físico que la confundía.
— Por hoy cumpliste — dijo Ramiro al fin, atando su cadena al tronco de un árbol cerca del fogón —. Descansa, que mañana hay más trabajo.
Andreita se encogió contra el árbol, sintiendo la corteza áspera en su espalda desnuda. El sol de la tarde doraba su piel, pero no había calidez en las miradas que aún la recorrían. Algunos hombres se ajustaban los pantalones al pasar; otros evitaban mirarla directamente, como si su degradación fuera un espejo incómodo.
"Sobrevivir", se repitió, observando de reojo el cuchillo que Ramiro había dejado sobre la mesa cercana. "Sobrevivir para escapar." Pero cuando cerró los ojos, no soñó con libertad, sino con la mano de Ramiro en su pelo y la extraña seguridad de obedecer. Ese último pensamiento la hizo estremecer más que el viento frío de la noche que comenzaba a caer.
Continuará…



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