Andreita: Crónicas de una Perra - Parte 1
El camino de tierra serpenteaba entre los cerros áridos de Mendoza, polvoriento y solitario bajo el sol implacable del mediodía. Andrea —mejor conocida como Andreita para sus miles de seguidores en Instagram— ajustó las gafas de sol sobre su nariz respingada y bajó la velocidad del auto, mirando con escepticismo las coordenadas que le habían enviado. El GPS insistía en que había llegado, pero solo veía un claro en el bosque con un cartel oxidado que decía "Campamento El Refugio - Solo Hombres" en letras descascaradas.
— ¿En serio esto es el lugar? — murmuró para sí, estacionando su Fiat 500 blanco junto a otros vehículos más grandes y toscos: camionetas 4x4, jeeps con barro hasta los vidrios, una moto Harley que parecía sacada de una película.
El contraste entre su pequeño auto citadino y esos monstruos de metal no hizo más que aumentar el nudo en su estómago. Andreita respiró hondo, recordando el contrato que había firmado sin leer demasiado: "Influencer para campaña de verano en entorno natural". Dos meses bien pagos, fotos idílicas en el bosque, contenido fresco para sus redes. Nada que su carrera de modelo amateur no pudiera manejar.
Se ajustó el vestido verde que se pegaba a sus curvas —demasiado inocente para lo que realmente estaba por venir— y se miró un último vez en el espejo retrovisor. Su carita redonda, libre de maquillaje excepto por un toque de brillo labial, le daba ese aire de colegiala que tanto engagement generaba en sus fotos. Los rulos castaños claros escapaban de la boina verde, enmarcando unos ojos grandes color miel que ahora brillaban con una mezcla de emoción y nerviosismo.
— Vamos, Andreita, es solo un trabajo — se animó, abriendo la puerta y sintiendo el aire caliente del verano mendocino golpearle las piernas desnudas bajo el vestido.
Las medias de algodón marrón, cuidadosamente elegidas para combinar con el entorno, le llegaban justo por encima de las rodillas, acentuando lo largas y esculpidas que eran sus piernas —producto de años de pasarela y sesiones de fotos en tacones—. Las sandalias de suela gruesa crujieron sobre las hojas secas al pisar, y el bolso de cuero marrón que llevaba al hombro parecía sacado de un catálogo de "aventureros fashion".
No había nadie esperándola.
— ¿Hola? — llamó, su voz dulce perdida entre los árboles.
El silencio fue su única respuesta durante unos segundos, hasta que un crujido de ramas la hizo girar sobresaltada.
Aparecieron como fantasmas entre la maleza. Hombres. Todos mayores. Todos con miradas que la recorrieron de arriba abajo como si ya la hubieran desnudado mentalmente.
— Ahí está nuestra influencer — dijo uno, alto y corpulento, con una barba canosa y ojos azules que no sonreían.
Andreita sintió cómo el pulso se le aceleraba.
— Hola, soy Andreita — dijo, forzando una sonrisa profesional mientras extendía la mano —. ¿Ustedes son... el personal del campamento?
El hombre de la barba canosa no tomó su mano. En cambio, se cruzó de brazos, mostrando unos antebrazos tatuados con símbolos que no reconoció.
— No hay personal. Solo nosotros. Cincuenta hombres. Y ahora vos — dijo, como si eso explicara todo.
Un segundo hombre, más bajo pero igual de intimidante, con el pelo negro engominado y una cicatriz que le cruzaba el labio, se acercó.
— El auto no pasa de acá — dijo, señalando el camino que se perdía entre los árboles —. Al campamento se llega caminando. Un día de trekking.
Andreita parpadeó, confundida.
— ¿Un día? Pero... mis maletas...
— Las llevás vos — cortó el primero, ya dándose vuelta para caminar —. O las dejás. Pero no hay vuelta atrás.
El grupo de hombres —al menos una docena que ahora veía— comenzó a moverse, siguiendo al líder como un rebaño obediente. Andreita se quedó parada, sintiendo cómo el pánico comenzaba a trepar por su garganta.
— ¡Esperen! — gritó, corriendo hacia su auto —. ¡Necesito saber más del trabajo! ¡Qué se supone que debo hacer!
El hombre de la barba canosa se detuvo, volviéndose solo lo suficiente para lanzarle una mirada que le heló la sangre.
— Subir contenido, como dijiste — respondió, con una sonrisa que no llegaba a esos ojos fríos —. Mostrar lo felices que somos en el bosque.
Luego, sin más explicación, desapareció entre los árboles, seguido por los demás.
Andreita miró su auto, luego el camino que se adentraba en el bosque. Dos meses. Cincuenta hombres. Un día de caminata hasta un lugar del que no podía escapar en auto.
Y ese contrato que había firmado sin leer.
El sol caía a plomo sobre el sendero angosto que serpenteaba entre los árboles secos de la precordillera mendocina. Andreita sudaba bajo su vestido verde, ahora manchado de polvo y ramas, mientras arrastraba sus dos maletas con ruedas que constantemente se atascaban en las piedras del camino. Los hombres caminaban delante de ella, algunos lanzándole miradas por encima del hombro, otros ignorándola por completo como si fuera un animal de carga más.
— ¿Falta mucho? — preguntó, tratando de sonar casual mientras se pasaba el dorso de la mano por la frente.
Nadie respondió. Solo el sonido de botas aplastando hojas secas y el ocasional crujido de una rama rota.
El líder, aquel hombre alto de barba canosa y ojos azules que parecían perforarla, caminaba al frente con paso firme. Su machete brillaba cada vez que un rayo de sol se filtraba entre las copas de los árboles, y el cuchillo en su cintura se balanceaba con cada movimiento como un péndulo amenazante. Llevaba el torso desnudo bajo una camisa abierta, mostrando tatuajes antiguos que parecían contar historias de violencia: un águila con las alas extendidas sobre el pecho, unas iniciales en los nudillos, algo que parecía una fecha en el antebrazo izquierdo.
— Se llama Ramiro — susurró un hombre más joven (aunque no menos intimidante) que caminaba cerca de ella —. Es el mejor líder que podemos pedir, Tenemos suerte, que nos guie.
La forma de decirlo la hizo tragar saliva, sintiendo cómo el sudor le corría por la espalda. “Un buen líder, si solo me habla mal y me mira con deseo.” pero este pensamiento se lo guardo para ella y solo mostro una bella sonrisa.
Las horas pasaron sin misericordia. El sendero se hizo más empinado, el aire más delgado. Sus sandalias, pensadas para paseos urbanos y no para trekking de montaña, le habían dejado los pies en carne viva. Las medias marrones estaban rotas en varios lugares, y el vestido se le pegaba al cuerpo como una segunda piel húmeda.
Al caer la noche, el grupo no se detuvo.
— Seguimos — ordenó Ramiro sin mirarla —. Hasta el amanecer.
Andreita quiso protestar, pero el sonido de los animales nocturnos calló cualquier palabra en sus labios. Aullidos lejanos, crujidos en los arbustos, el zumbido de insectos que parecían acecharla. Cada sombra tomaba formas monstruosas en su mente agotada.
El amanecer los encontró en un claro junto a un río de aguas turbias. No había cabañas, ni baños, ni siquiera letrinas. Solo cincuenta hombres sacando carpas de sus mochilas y comenzando a armar campamento con una eficiencia militar.
Ramiro se acercó a ella, oliendo a sudor y tierra. Sus ojos azules, ahora más claros bajo la luz del alba, recorrieron su cuerpo exhausto con una frialdad que la hizo encogerse.
— Bienvenida a tu nuevo hogar, influencer — dijo, mostrando unos dientes amarillos en lo que pretendía ser una sonrisa —. Aquí pescamos, cazamos, y vivimos como hombres.
Andreita miró alrededor, notando cómo todos los ojos estaban puestos en ella. No era paranoia. Era hambre.
— ¿Y... dónde duermo yo? — preguntó, sintiendo cómo la voz le temblaba al darse cuenta de lo obvio: nadie le había dicho que debía traer carpa.
Ramiro se rió, un sonido seco como el crujir de huesos.
— Eso depende de vos, Andreita — respondió, pasando el dedo por el filo de su machete antes de darse vuelta —. De cuánto estés dispuesta a pagar por un techo.
— Si claro — Para ella era normal tener que pagar por una carpa ya que no había traído la suya — ¿Cuánto dinero por una carpa?
— Plata no, nena — dijo el líder, pasando la lengua por sus labios agrietados mientras su mirada azul recorría su cuerpo como si ya lo tuviera desnudo ante sí —. Ya vamos a encontrar otra forma de pago. No te preocupes por eso.
Andreita tragó saliva, pero forzó una sonrisa profesional. Su mente, entrenada para encontrar el ángulo perfecto en cada situación, se aferró a la explicación más inocente.
— ¡Ah, claro! Puedo ayudar con las tareas del campamento — dijo con un entusiasmo que sonó falso incluso para sus propios oídos —. Juntar leña, cocinar, lo que necesiten...
Ramiro no respondió. Solo siguió sonriendo mientras se alejaba, el machete balanceándose en su mano como una extensión natural de su brazo.
El campamento tomaba forma bajo el calor del mediodía. Andreita observó cómo los hombres se movían con una sincronización inquietante, como si hubieran hecho esto muchas veces antes. Algunos armaban fogones, otros tendían cuerdas entre los árboles para colgar ropa, unos pocos se adentraban en el bosque con rifles al hombro.
Lo que más le llamó la atención fue la vestimenta —o falta de ella—. Hombres de entre cuarenta y sesenta años, con cuerpos que iban desde el atletismo hasta la obesidad mórbida, circulaban semidesnudos como si estuvieran en una playa nudista. Pantalones de trekking colgando de las caderas, torsos sudorosos al descubierto, algunos incluso en bóxer como si la presencia de una mujer de diecinueve años no les importara lo más mínimo.
— No es lo que esperaba — murmuró para sí, sacando su teléfono con manos que apenas temblaban.
El contraste entre la brutalidad del entorno y su imagen de influencer era casi cómico. Andreita se acomodó el vestido verde —ahora irremediablemente arruinado—, se pasó una mano por el cabello para desenredar los rulos castaños y encendió la cámara frontal.
— ¡Hola, chicos! Acá Andreita llegando al campamento más exclusivo de Mendoza — dijo con voz dulce, girando el teléfono para mostrar el paisaje agreste —. Van a ser dos meses de aventura, naturaleza y... mucho contenido nuevo.
Ninguno de sus seguidores vería las miradas que los hombres le lanzaban mientras grababa. Ninguno notaría cómo Ramiro, sentado sobre un tronco cerca del río, afilaba su cuchillo mientras la observaba con la intensidad de un depredador estudiando a su presa.
Hizo varias tomas: posando junto al río (ignorando cómo el agua turbia hacía transparente su vestido al mojarse las bastillas), sonriendo frente a las carpas (sin mostrar que la única que no tenía dónde dormir era ella), fingiendo comer frutos silvestres (escupiéndolos en secreto cuando el sabor amargo le quemó la lengua).
— Hashtag VidaSalvaje, Hashtag AventuraExtrema — canturreó mientras subía las fotos a Instagram, eligiendo cuidadosamente los filtros que hacían ver todo más idílico, menos siniestro.
El teléfono vibró con un mensaje de su representante: "El contrato dice que debés estar tres días sin señal para hacer más auténtica la experiencia. Apagá el celular después de subir este contenido."
Andreita miró alrededor. Los hombres seguían con sus tareas, pero ahora parecían más conscientes de ella, como si supieran que pronto estaría desconectada del mundo exterior. Completamente sola.
— Bueno, chicos, me voy a desconectar unos días — dijo en su última historia, sonriendo con una dulzura que no sentía —. ¡Pronto más aventuras!
Apagó el teléfono y lo guardó en su bolso de cuero, sintiendo cómo el último lazo con la civilización se cortaba.
Ramiro, que había estado observando todo desde la distancia, se levantó del tronco y comenzó a caminar hacia ella. El machete brillaba bajo el sol.
Andreita respiró hondo y sonrió, como si no sintiera el peligro.
Como si no supiera que, muy pronto, tendría que pagar por ese techo que tanto necesitaba.
El sol se había hundido tras los cerros, tiñendo el campamento de sombras alargadas y siluetas siniestras. Las foguras crepitaban, lanzando chispas al aire frío de la noche mendocina, pero ningún hombre se acercaba a calentarse. Todos parecían ocupados en sus carpas, murmurando entre risas bajas y miradas cómplices. Andreita, sentada sobre una piedra cerca del río, se frotaba los brazos, sintiendo cómo el miedo se enredaba en su estómago como una serpiente.
No había carpa para ella.
Nadie le había ofrecido refugio.
Hasta que la voz de Ramiro cortó la noche como un cuchillo.
— Andreita — llamó desde la entrada de su carpa, más grande que las demás, con una lámpara de kerosene colgando del techo que proyectaba su sombra deforme sobre las lonas —. Vení acá.
El corazón de Andreita latió con fuerza, pero se levantó, ajustándose el vestido verde que ahora estaba sucio y arrugado. Caminó hacia él con pasos titubeantes, las sandalias crujiendo sobre las hojas secas.
— Sí, Ramiro? — preguntó, tratando de mantener la voz estable.
El líder no respondió. En cambio, dio un paso al costado, dejando ver el interior de la carpa: un colchón inflable, una manta gruesa, y unas sogas enrolladas en el suelo como serpientes dormidas.
— Entrá — ordenó.
Andreita tragó saliva, pero obedeció. El olor a sudor y cuero la golpeó al pasar, mezclado con algo más primitivo, más masculino.
— Gracias por dejarme dormir aquí — murmuró, buscando desesperadamente una explicación inocente a las sogas.
Ramiro se rió, un sonido seco y sin humor.
— No es gratis, nena — dijo, cerrando la puerta de la carpa tras de sí —. Vas a pagar tu estadía. Y no con plata.
Antes de que pudiera reaccionar, Ramiro la agarró de los brazos con una fuerza que la hizo gritar.
— ¡Quietita! — gruñó, mientras una de las sogas se enroscaba alrededor de sus muñecas con movimientos expertos, apretando hasta que la piel palideció bajo la presión.
Andreita gritó, un sonido agudo y desesperado que rasgó la noche.
— ¡No! ¡Por favor! ¡Sueltenme! — lloró, revolviéndose inútilmente mientras Ramiro terminaba de atar sus manos a la espalda con nudos que no cederían.
Afuera, en el silencio del campamento, se oyeron risas.
Risas masculinas.
Risas cómplices.
Nadie vendría a salvarla.
Ramiro la empujó hacia el colchón, donde Andreita cayó de rodillas, el vestido verde subiéndose hasta los muslos, revelando las medias marrones rotas y la piel dorada debajo.
— Mirá lo que tenemos acá — murmuró el líder, agarrándole la barbilla con una mano mientras con la otra comenzaba a desabrochar el vestido desde abajo —. Una putita de ciudad que cree que la vida es tomarse fotos.
El vestido se abrió como una flor venenosa, revelando el cuerpo que tantos seguidores en Instagram ansiaban ver: piernas largas y tonificadas, caderas estrechas que se abrían en unas nalgas perfectamente redondas, un vientre plano con un ombligo pequeño como una huella digital.
Andreita lloraba en silencio ahora, las lágrimas cayendo sobre el colchón mientras Ramiro le arrancaba las medias con un tirón brusco que hizo que gritara de nuevo.
— Callate — ordenó, pasando una mano por sus muslos temblorosos —. Recién empezamos.
Cuando por fin la tuvo completamente desnuda, Ramiro se detuvo a admirar su obra: Andreita arrodillada, las manos atadas a la espalda, el cuerpo joven y perfecto expuesto bajo la luz amarillenta de la lámpara.
— Así te gusta, ¿no? — preguntó, pasando un dedo por su clítoris hinchado de miedo —. Ser la estrella.
Andreita sacudió la cabeza, pero su cuerpo traicionero respondió al contacto, un gemido escapando de sus labios contra su voluntad.
Ramiro sonrió, satisfecho.
— Mentirosa — murmuró, antes de comenzar a jugar con su "botoncito" como si fuera el control remoto de su placer.
Las lágrimas de Andreita caían sobre el colchón inflable, formando pequeñas manchas oscuras en el material sintético. Sus muñecas, atadas con las ásperas cuerdas que Ramiro había traído especialmente para ella, ya mostraban marcas rojas que brillaban bajo el tenue resplandor de la lámpara de kerosene. El dolor era agudo, punzante, pero no tanto como la vergüenza de sentirse expuesta, vulnerable, con su cuerpo de diecinueve años completamente desnudo ante ese hombre de cincuenta y un años que olía a sudor y tabaco fuerte.
"Dios mío, ¿cómo terminé aquí?" pensó, mientras Ramiro se arrodillaba detrás de ella, sus rodillas callosas rozando la piel suave de sus muslos. "Mis seguidores... creen que estoy en un retiro de bienestar. Si supieran..."
— Mirá esto — gruñó Ramiro, agarrándole el pelo con una mano y obligándola a arquear la espalda —. Una nena de ciudad con el culo más lindo que he visto.
Sus palabras eran brutales, sin filtro, como si estuviera hablando de un animal en lugar de una persona. Andreita sintió cómo sus mejillas ardían, no solo de humillación, sino de algo más confuso, más oscuro. "¿Por qué mi cuerpo está respondiendo? Esto no es normal, no puede ser..."
La mano libre de Ramiro no esperó. Bajó como un rayo, estrellándose contra sus nalgas con un golpe seco que resonó en la carpa.
— ¡Aaah! — gritó Andreita, el dolor mezclándose con una oleada de calor que la tomó por sorpresa.
— Eso es por llorar — escupió Ramiro, antes de darle otra palmada, esta vez más fuerte, dejando una marca roja en forma de mano en su piel perfecta.
Andreita cerró los ojos con fuerza, tratando de imaginarse en otro lugar. En su habitación en Córdoba, con las paredes rosadas y los posters de modelos famosas que admiraba. En las pasarelas donde había desfilado, con los flashes de las cámaras iluminando su sonrisa cuidadosamente practicada. En cualquier parte menos aquí, en esta carpa maloliente, con las risas de los hombres afuera recordándole que nadie vendría a salvarla.
Pero entonces Ramiro hizo algo peor.
— Abrí bien los ojos, putita — ordenó, forzándola a mirar hacia un espejo pequeño que colgaba de la lona de la carpa.
Lo que vio la paralizó.
Su reflejo mostraba una Andreita irreconocible: labios temblorosos, ojos hinchados por el llanto, pelo revuelto. Y su cuerpo... su hermoso cuerpo, siempre tan cuidado, tan fotogénico, ahora marcado por las manos de Ramiro, sus pechos pequeños y firmes sacudiéndose con cada respiración entrecortada, sus piernas perfectas abiertas de una manera que nunca hubiera permitido en sus fotos.
— ¿Te gusta lo que ves? — susurró Ramiro al oído, mientras una mano callosa se deslizaba entre sus piernas, encontrando su sexo húmedo contra toda lógica.
Andreita negó frenéticamente, pero su cuerpo la traicionó de nuevo, un gemido escapando de sus labios cuando sus dedos comenzaron a moverse en círculos precisos.
"No, no, no puede ser... esto no es placer, no puede ser..." pensó, mientras una sensación desconocida comenzaba a crecer en su vientre.
— Mentirosa — Ramiro rio, mordiendo su hombro mientras aumentaba la presión —. Tu cuerpo habla más claro que vos.
El contraste era obsceno. La crudeza de sus palabras contra la ternura de sus caricias. La brutalidad de sus gestos contra la delicadeza con la que ahora la tocaba. Andreita quería odiarlo, quería escupirle, pero su cuerpo respondía como nunca antes, como si hubiera estado esperando toda su vida para ser dominado de esta manera.
— Por favor... — suplicó, sin saber exactamente qué estaba pidiendo.
Ramiro no respondió con palabras. En cambio, aumentó el ritmo, sus dedos moviéndose más rápido, más duro, hasta que Andreita sintió que algo se rompía dentro de ella.
Un orgasmo.
Violento.
Inesperado.
Vergonzoso.
Su cuerpo se sacudió como si le hubieran aplicado una descarga eléctrica, un grito ahogado saliendo de su garganta mientras la ola de placer la arrasaba por completo.
Ramiro la dejó caer sobre el colchón, satisfecho, observando cómo temblaba como una hoja en el viento.
— Primera hora — anunció, como si llevara un registro mental —. Faltan muchas más.
CONTINUARÁ...



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