La trampa de mis amigas - Cap. 3

 

 

La Salida del Infierno

El pasillo de la casa de Sofía parecía haberse alargado infinitamente. Mis piernas temblaban como si hubieran perdido toda fuerza, y cada paso que daba me recordaba el abuso que acababa de sufrir. El vestido blanco, ahora arrugado y manchado, lo llevaba apretado contra mi pecho, como si pudiera protegerme de las miradas que sabía que me esperaban al salir de esa habitación.


La puerta del cuarto principal se cerró detrás de mí con un sonido sordo, como si el mundo hubiera decidido sellar mi destino en ese instante. Mis manos no dejaban de temblar mientras intentaba ponerme la ropa interior, pero la tela rasgada ya no servía de nada. La terminé guardando en el bolsillo del vestido, sintiendo una humedad extraña en mis muslos que prefería no identificar.


El sonido de risas llegó desde la sala. Mis amigas.


¿Cómo podían estar riéndose en ese momento?


Al doblar la esquina del pasillo, las vi a las tres recostadas en el sofá, con sus copas en la mano y sus sonrisas burlonas. Sofía sostenía su teléfono, y aunque no podía ver la pantalla, sabía exactamente lo que estaba mostrando.


—¡Ay, por fin! —exclamó Daniela, fingiendo un aplauso lento—. Pensamos que te habías quedado dormida.


Mis labios estaban secos. Intenté hablar, pero solo salió un sonido ronco, como si mi garganta se hubiera cerrado.


—¿Qué… qué me hicieron? —logré articular finalmente, aunque mi voz sonaba quebrada, irreconocible.


Valeria se rió, cruzando las piernas con descaro.


—Un juego, nena. Solo un juego.


—¿Un juego? —repetí, sintiendo cómo el calor de la humillación subía por mi cuello—. ¡Me drogaron! ¡Esos tipos… esos tipos me…!


No pude terminar la frase. Las palabras se atoraban en mi garganta, pero mis amigas no necesitaban que las dijera en voz alta. Ellas ya lo sabían. Lo habían planeado.


Sofía dejó su copa en la mesa y se acercó, con una sonrisa que nunca antes me había parecido tan cruel.


—Vamos, no exageres. Al final hasta te gustó. Lo vimos todo.


El teléfono brilló frente a mis ojos. En la pantalla, yo misma aparecía con las piernas abiertas, gimiendo, mientras uno de esos hombres—el más alto, el de las manos callosas—se movía encima de mí.


—¡Bórralo! —grité, intentando arrebatarle el móvil.


Pero Sofía lo retiró con facilidad, como si ya hubiera esperado mi reacción.


—No seas dramática. Al menos ahora sabes lo que es un hombre de verdad.


El Camino a Casa

No recuerdo cómo llegué a mi apartamento. Solo sé que caminé bajo la lluvia, sintiendo cómo el agua fría se mezclaba con las lágrimas que no podía detener. Mi cuerpo estaba adolorido, marcado, y cada paso me recordaba lo que había pasado.


La puerta de mi casa se cerró detrás de mí con un golpe seco. Por primera vez en horas, me sentí segura, aunque fuera una ilusión momentánea. Me deslicé por la pared hasta el suelo, abrazando mis rodillas contra el pecho, como si pudiera hacerme tan pequeña que el mundo olvidaría que existía.


El espejo del recibidor me devolvió una imagen que no reconocí.


Mi pelo trigueño, antes suave y brillante, ahora estaba enmarañado y húmedo. Mis labios, ligeramente hinchados, tenían un tono más rojo de lo normal. Y mis ojos… Dios, mis ojos parecían los de alguien que había visto algo que nunca debería haber visto.


Me arrastré hasta el baño y abrí la ducha al máximo, dejando que el agua hirviendo quemara mi piel. Froté cada centímetro de mi cuerpo con un jabón fuerte, como si pudiera borrar las huellas de esas manos, de esas bocas, de sus cuerpos encima del mío.


Pero por más que me restregué, el dolor no desaparecía.


Los Días que Nunca Terminaban

El primer día después, no salí de la cama.


El segundo, vomité tres veces antes del mediodía.


El tercero, encontré el primer mensaje anónimo en mi teléfono.


"Qué rica estabas, putita."


Lo bloqueé, pero al día siguiente llegó otro. Y otro.


Para el quinto día, el video ya estaba circulando.


No era difícil darse cuenta. Las miradas en la universidad, los murmullos cuando pasaba, los chicos que antes ni siquiera me volteaban a ver y que ahora me sonreían como si compartiéramos un secreto sucio.


Pero lo peor no era eso.


Lo peor eran las noches.


Las Pesadillas que no Eran Pesadillas

Soñaba con ellos.


Con sus manos ásperas, sus voces burlonas, sus cuerpos aplastándome.


Pero en esos sueños, algo era diferente.


Yo no luchaba.


No gritaba.


Me retorcía, sí, pero no de dolor.


Y cuando despertaba, mi cuerpo estaba cubierto de sudor, las sábanas empapadas entre mis piernas, y mi respiración entrecortada no era de terror, sino de algo mucho más oscuro.


La Búsqueda

Fue en una de esas noches, con el cuerpo aún tembloroso por el sueño, que tomé una decisión.


Si no podía escapar de los recuerdos, tal vez… tal vez podía controlarlos.


El hombre del video, el más alto, el primero que me había tocado, tenía un tatuaje en el brazo: un águila con las alas extendidas.


Y yo iba a encontrarlo.


Continuara...

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